La exaltación de la propia
imagen, o la búsqueda del desenfoque (de los demás).
Antonio Moya Zarzuela.
Son duros los caminos de la memoria para una sufrida
lente que atraviesa el mundo con la ingenuidad de quien sólo espera
encontrar pureza y autenticidad a su paso; en cualquier recodo se
encuentra con las luces del estrellato y tras la primera efusión se
tropieza con un sutil nerviosismo que advierte de la existencia de
ciertos pensamientos tempestuosos.La pequeña máquina óptica se conmueve
con un brusco cambio de ritmo y una inesperada pulsión agresiva, y no
tiene más remedio que preguntarse: ¿estaré apuntando en la dirección
correcta? Porque quien aparece en su objetivo no es la voz de la
conciliación, cuando se habla de unidad y solidaridad, ni siquiera la
voz de la justicia cuando se menta el derecho de los olvidados. Y sin
embargo, está tan próximo a la imagen que se espera de ello, y es tan
idéntico a otras voces que hablan de lo mismo y que pretenden
encontrarse en un foro de conversación en el que poder destilar la
esencia de ese espíritu común, que es la memoria histórica, y el
reconocimiento hacia aquellas personas que, pese a sus sacrificios y
humillaciones, han pretendido mantener viva la llama de la lucha contra
la tiranía. Porque la retina electrónica busca la esencia, el mensaje
subyacente, lo concreto, aquello que eterniza una idea y la hace
perdurable por encima de la brevedad del tiempo mortal. Sin embargo, la
pequeña cámara pierde su norte, se debate entre dos cauces igualmente
atractivos y que dicen desembocar en el mismo lugar, y se pregunta ¿si
la verdad está en ambos, por qué uno pretende emborronar la imagen del
otro? Tal vez porque la verdad haya dejado de ser patrimonio universal
para convertirse en imagen representativa de una parte, o tal vez porque
el derecho a otorgarse unas ideas sólo ha sido permitido a quien produce
más ruido de pucheros en su intentona de que el eje de la cámara gire
hacia su posición. Entonces, es que volvemos al pasado, no hemos
encontrado un pasaje hacia el futuro -aquello que los historiadores
judeocristianos y los materialistas dialécticos califican como el lugar
al que se aspira-, sino que permanecemos en la rueda del eterno retorno
para reconstruir una vez más una versión aderezada de la historia
universal de la infamia. Y es en esa encrucijada que la pequeña máquina
visual mira hacia el horizonte más espacioso, donde caben más elementos
de variedad, donde nadie se alza como gurú del “recto camino”, ni nadie
pretende ser el portavoz de la autenticidad, que, si alguna vez existió,
se ocultó tras un espeso velo en el momento que se comenzó a hablar de
ella. Benditos sean los justos que nunca pretendieron dar con esa
verdad.
Pero el pequeño ojo digital sigue observando,
descubriendo matices, comparando actuaciones, y en su pureza de
niño bobo, va comprendiendo los motivos que mueven el mundo, esa
pluralidad de mundos paralelos que no saben vivir juntos cuando
el transfondo más real pretende ser aquel que ha conseguido el
mejor enfoque.
Y la cámara percibe los gestos y no hace caso
a las palabras, las oye fríamente y las almacena en sus legajos
de adoctrinamiento polvoriento, sin descuidar, pese a su
esclerosis, su insidioso poder de dardos envenenados.
Antonio Moya Zarzuela.