A veces, no imaginamos que la vida nos
reserva situaciones inesperadas, que ni por asomo, podemos
sospechar. En cualquier lugar, en cualquier momento, la vida
saca de su chistera una emoción nos la ofrece. En una ocasión,
era al atardecer, mi compañera y yo decidimos entrar al
cementerio de Paterna, en Valencia, pues pasábamos cerca allí, a
ver la fosa común, donde un azulejo con el nombre del abuelo
paterno de mi compañera, que conmemora su fusilamiento; a
limpiarlo de hojarasca y recordarle. Estábamos limpiando los que
corresponden a los fusilados de Massamagrell, su pueblo, que fue
uno de los pueblos donde más fusilados hubo por la represión
franquista. Cuando de pronto, una señora de edad, se acercó y
nos preguntó si teníamos alguien cercano enterrado allí.
Es su abuelo -le dije- aquí lo fusilaron. Aunque sus
restos están en el cementerio de Massamagrell, con sus compañeros
muertos.
La mujer asintió con amargura y nos comento lo
siguiente.
Los dos negamos sin responder; la animamos con el
silencio para que continuara con aquella revelación.
Nos entró tal pesar que no pudimos aguantar
ni un segundo más en aquel lugar. Nos despedimos de la señora y
le dimos las gracias. Salimos como si nos faltara el aire o no
pudiéramos llevarlo hasta los pulmones. En ese mismo lugar, años
después, los organizadores del 14 de Abril por La Plataforma de
la III Republica, me pidieron que dijera algunas palabras en el
acto de aquel año. Me pareció una buena idea, así que cogí un
ejemplar de mi primer libro, donde se publicaron los escritos
del abuelo, Manuel Martínez Iborra, y leí algunos de los
mensajes que escribió en su cautiverio antes de ser fusilado. Mi
voz se quebró emocionada. Sus palabras, y aquel maldito lugar,
que hay que venerar sin embargo porque el abuelo lo vio por
última vez, como otros muchos, casi no me deja terminar. Lo hice
con un visceral grito, ¡Visca la República!, que me alivio algo
la voz, y como la vez anterior del azulejo, tuve que salir del
recinto porque aquel lugar me ahogaba sin remedio. Después,
hablando fuera del recinto con unos primos de Paterna, un coche
de lujo se paró a mí lado. Una señora que iba de copiloto bajo
el cristal opaco de la ventanilla y me dijo lo siguiente:
Estabas muy emocionado ¿verdad?
Me dio la mano y me sonrió. Recuerdo que la cobijé un
instante entre las mías.
No nos dijimos nada más, solo nos miramos. Se fue
como vino, en silencio. Y es que, ¿saben ustedes? Hay momentos en los
que no se necesitan las palabras.
Benjamín Lajo Cosido
(Escritor e Investigador)
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