Hay memorias que nunca llegaron a ser. Que fueron
sepultadas por el silencio del olvido, que borró las huellas de su
existencia y nadie las echó de menos. Anónimos seres cuyo destino fue
desaparecer de cualquier recuerdo. Pero hubo otras. Las de muchas
mujeres. A ellas, a su silenciado sacrificio, entregado y sincero,
quiero dedicarles estas palabras que son el eco de voces que han quedado
en una dimensión ausente y oscura. Me refiero a las mujeres de la
inmediata posguerra de nuestra Guerra Civil de 1936 que tuvieron que
reconstruir las ruinas de la devastación que los hombres provocaron y no
supieron evitar.
Entre cartas amarillentas que he leído con el pudor
del extraño que irrumpe en la intimidad ajena, he podido aproximarme a
sus vidas, a sus preocupaciones y a sus agonías. Como me sucedió con los
escritos del abuelo Manuel Martínez Iborra donde se concentra el dolor
que tuvieron que soportar estas mujeres ante los fusilamientos,
encarcelaciones masivas y represiones. Eran las mujeres de “los rojos”,
de los derrotados en una contienda cruel e inhumana que todavía arrastra
sus consecuencias.
En una de sus desesperadas cartas, la abuela María de
la Concepción Montero comunicaba a su marido que tuviera paciencia, que
ella, con su hijita Marieta en brazos, iba por los despachos solicitando
clemencia para él, una conmutación a la Pena de Muerte. Recorrió
kilómetros pasillos; llamó a muchas puertas, pero eran tiempos donde la
valentía escaseaba y nadie movía un dedo por nadie. El silencio del
miedo.
En una de esas cartas que conserva su familia, el
abuelo Manuel, miembro del Comité Revolucionario de Massamagrell,
perteneciente al Partido Socialista Obrero Español, le decía en una
desgarradora estrofa:
“... María, te digo que aunque me veas como me
veas no te preocupes por mí, que por mi no hay nada que hacer.
Porque es tanto el resentimiento que tengo, que se me van las ganas
de escribir. Porque no hago mas que pensar en lo que he hecho yo por
el pueblo y no lo quieren reconocer. Así es que lo que tengo dentro
de mi clavado, lo que he hecho y no me lo puedo llevar de mi
pensamiento. Así es que cuida de la familia y manda recuerdos a mis
hermanas y cuñados. Besos para los chicos, y muchos besos y abrazos
para ti, María”.
A ellas, a su ilimitado esfuerzo me refiero. Con
hijos hambrientos que mantener vivos y a los que sacar adelante,
representan la verdadera lucha por sobrevivir entre una sociedad hostil
y rencorosa. Ellas fueron las auténticas heroínas relegadas, no ya a un
segundo plano, sino, como ya he dicho, a otra dimensión: la de la más
injusta desmemoria que podemos y debemos reparar. Ahora, que tanto se
habla de la Ley de la Memoria Histórica como si todo estuviera ya dicho
y solucionado. Que se habla de reconciliación que no existe y en tiempos
donde los políticos escriben nuestra Historia como rigurosos
historiadores e investigadores, eso sí, a su manera e interés, no
estaría de más por su parte dejar a un lado los numerosos homenajes a
personajes ilustres, renombrados, y les dediquen a estas mujeres
valientes y abnegadas sus demagógicos discursos; que al menos, si no son
acertados en muchos casos, tienen su repercusión social. Tengan la
honestidad y honradez de recordarlas de vez en cuando, porque
seguramente, sean sus propias madres o sus abuelas. Las víctimas de las
guerras no son sólo los muertos que ocasionan. También los vivos que los
amaron y padecen o padecieron su ausencia.
Benjamín Lajo Cosido
(Investigador)
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