LAS JURISDICCIONES REPRESIVAS
La función decisiva de la
jurisdicción militar en la represión resulta con toda evidencia de las
disposiciones que tienen su origen en el Bando de Guerra de 28 de julio
de 1936 de la Junta de Defensa Nacional que “hace extensivo a todo el
territorio Nacional” el estado de guerra ya declarado en otras
provincias. Tanto esta jurisdicción como los Tribunales especiales
ejecutan con toda precisión y frialdad una política de exterminio de los
republicanos y de los demócratas, combinando la eliminación física,
mediante las ejecuciones de las penas de muerte, el encarcelamiento
masivo y la discriminación de los vencidos en todos los ámbitos.
La jurisdicción militar 
La acentuación, la
exasperación de la represión a través de la jurisdicción militar fue
revalidada por el Decreto número 79 de la Junta de Defensa Nacional, de
31 de agosto de 1936, con la siguiente justificación: “Se hace necesario
en los actuales momentos, para mayor eficiencia del movimiento militar y
ciudadano, que la norma en las actuaciones judiciales castrenses sean la
rapidez…”. Y, para ello, establece en el Art. 1º: “Todas las causas de
que conozcan la jurisdicciones de Guerra y Marina se instruirán por los
trámites de juicio sumarísimo que se establecen en el título diecinueve,
tratado tercero, del Código de Justicia Militar, y título diecisiete de
la Ley de enjuiciamiento militar de la Marina de Guerra”. No será
preciso para ello que “el reo sea sorprendido «in fraganti» ni que la
pena a imponerse sea la de muerte o perpetua”.
La estructuración de la
jurisdicción militar para dichos fines, tanto orgánica como
procesalmente, tiene lugar mediante un Decreto del general Franco, el Nº
55, de 1 de noviembre de 1936, que, por tanto, deja sin efecto las
disposiciones vigentes en el Código de Justicia Militar e implanta el
procedimiento “sumarísimo de urgencia” en vigor hasta la Ley de 12 de
julio de 1940, que restableció el sumarísimo ordinario con escasísimas
diferencias entre ellos. El Decreto se dicta, según el preámbulo, ante
la previsión de la ocupación de Madrid para garantizar “la rapidez y
ejemplaridad tan indispensable en la justicia castrense”. En dicho
Decreto se establece la composición de los Consejos de Guerra, que
admite la participación de “funcionarios de la carrera judicial o
fiscal”, “el cargo de defensor será desempeñado en todo caso por un
militar” y la competencia de los Consejos de Guerra abarcará a “los
delitos incluidos en el Bando que al efecto se publique por el General
en Jefe del Ejército de Ocupación”. Asimismo se dictan normas procesales
como las siguientes, que representan la reforma y supresión de las ya
escasas garantías contempladas en el C.J.M. para los procedimientos
sumarísimos:
«A) “Presentada la
denuncia o atestado se ratificarán ante el instructor los
comparecientes ampliando los términos en que esté concebida aquella
si fuere necesario. B) Identificados los testigos y atendido el
resultado de las actuaciones, con más la naturaleza del hecho
enjuiciado, el Juez dictará auto-resumen de las mismas comprensivo
del Procedimiento, pasándolas inmediatamente al tribunal, el cual
designará día y hora para la celebración de la vista. En el
intervalo de tiempo que media entre la acordada para la vista y la
hora señalada se expondrán los autos al fiscal y defensor a fin de
que tomen las notas necesarias para sus respectivos informes. C) Si
se estimara conveniente por el Tribunal la comparecencia de los
testigos de cargo, se devolverán los autos al Juez que los
transmite, quien, oído el defensor, aceptará o no los de descargo.
D) Pronunciada sentencia se pasarán las actuaciones al Auditor del
Ejército de Ocupación a los fines de aprobación o disentimiento».
Es una descripción sumaria
del significado y función de la Jurisdicción Militar que se completa con
la Circular del Alto Tribunal de Justicia Militar, de 21 de noviembre de
1936, dada en Valladolid, según la cual “Se entenderá limitada la
posible interposición de recursos a aquellos procedimientos que no
tengan carácter de sumarísimos”.
Finalmente, por Decreto Nº
191, también del General Franco, de 26 de enero de 1937, dado en
Salamanca, “Se hace extensiva a todas aquellas plazas liberadas o que se
liberen la jurisdicción y procedimientos establecidos en el Decreto nº
cincuenta y cinco”.
Así se generaliza e impone
un jurisdicción militar que infringe todas y cada una de las reglas
orgánicas y procesales entonces vigentes. Los Consejos de Guerra así
constituidos, máxime por el procedimiento sumarísimo, en modo alguno
podían calificarse como Tribunales de Justicia. Eran, pura y
simplemente, una parte sustancial del aparato represor implantado por
los facciosos y posteriormente por la dictadura.
Dichos Decretos y su modelo
represor estuvieron vigentes hasta que fueron derogados por la Ley de
Seguridad del Estado de 12 de Julio de 1940. Esta Ley afirmaba que “…se
impone la fórmula tradicional en nuestro Ejército de que el ejercicio de
la Jurisdicción esté unido al mando militar”. Además, se restablece “en
todo su vigor –el C.J.M– con la redacción que tenía antes del
14.4.1931”. Y establecía que todos los “delitos derivados del Movimiento
Nacional”, aunque no fuesen flagrantes y la pena establecida fuera la de
muerte o de reclusión perpetua, se tramitasen por el procedimiento
sumarísimo, reiterando que el defensor siempre será un militar con
categoría de oficial. Describiendo de forma claramente ilustrativa del
carácter de esa llamada “jurisdicción” quién disponía de la iniciativa
procesal: “Los Capitanes Generales y Autoridades Militares con
jurisdicción propia, podrán, si la escasez de personal lo aconseja,
constituir los Consejos de Guerra que deban fallar los procedimientos en
tramitación por delitos cometidos contra el Movimiento Nacional…”.
El mantenimiento de la
jurisdicción militar, como máxima expresión de la represión, se mantuvo
hasta 1975. Así lo acreditan múltiples disposiciones, entre las que cabe
señalar las siguientes:
-
La Ley de Seguridad
del Estado de 29 de Marzo de 1941 que, además de reformar el
Código Penal común, tipifica nuevos delitos y, en particular,
los comprendidos en “Los delitos contra la Seguridad exterior e
interior del Estado y contra el Gobierno de la Nación”. Ley que
mantiene la pena de muerte como pena única para diversos delitos
y que, desde luego, establece en la Disposición Transitoria “que
todos los delitos comprendidos en esta Ley serán juzgados por la
jurisdicción militar con arreglo a sus propios procedimientos”.
-
La Ley de 2 de Marzo
de 1943, que además de proclamar en su Preámbulo que los
“Organismos Armados de la Nación” son la garantía del “orden
publico” y del “prestigio del Estado”, reforma el delito de
rebelión, ampliando su alcance, en el sentido de equiparar al
mismo “las transgresiones del orden jurídico que tengan una
manifiesta repercusión en la vida publica…”.
-
El Decreto-Ley de 18
de Abril de 1947 de represión del Bandidaje y el Terrorismo que
continua estableciendo la pena de muerte como única para varios
delitos y que en el art. 9 dispone que “la jurisdicción militar
será la competente para conocer de los delitos castigados en
esta Ley que serán juzgados por el procedimiento sumarísimo”.
-
Así resulta también
de la Disposición Transitoria 2ª de la Ley de Orden
Publico,45/59, de 30 de Julio de 1959, según la cual la
“jurisdicción militar seguirá entendiendo de los delitos que
afectando al orden publico le estén atribuidos por leyes
especiales…”.
-
Y en especial, el
Decreto de 21 de Septiembre de 1960 que unificaba y mantenía la
vigencia de las normas anteriores, incluso las inmediatas al fin
de la guerra civil, “por considerar necesaria su continuidad
para reprimir eficazmente actuaciones subversivas o reveladoras
de peligrosidad”. Para concluir con las Leyes 42/71 y 44/71,
ambas del 15 de noviembre de 1971, de reforma del C.J.M.
Los procesos ante los
Consejos de Guerra, especialmente los sumarísimos, según los Art. 649 a
662 del C.J.M, vigente el 18 de julio de 1936, eran radicalmente nulos
por varias causas. En primer lugar, no merecen la calificación de
Tribunales de Justicia en cuanto fueron siempre constituidos, ya desde
el Decreto 55 del general Franco, por el Poder Ejecutivo, es decir, por
la máxima instancia de los sublevados contra la República. En segundo
lugar, los militares miembros de dichos tribunales carecían de cualquier
atributo de independencia, propio de un juez, en cuanto eran estrictos y
fieles servidores de los jefes de que dependían y compartían plenamente
los fines políticos y objetivos represivos de los sublevados. Basta la
lectura de cualquier sentencia de las dictadas por esos Tribunales en
las que destaca su absoluta falta de objetividad e imparcialidad tanto
en la exposición de los hechos como en los fundamentos jurídicos – si es
que así pudieran calificarse – en los que asumen expresamente como
legítimos los motivos y fines del golpe militar. En tercer lugar, era
incompatible su posible independencia con la disciplina castrense
impuesta por todos los jefes. Son numerosos los procedimientos en los
que el Comandante Militar de la Plaza ordena al Juez Militar que eleve a
“Procedimiento sumarísimo” el procedimiento ordinario que estuviera
tramitando. Asimismo, las sentencias que dictaban carecían de todo valor
en cuanto habían de ser supervisadas y aprobadas por el Auditor de
guerra, condición para que adquirieran firmeza y prueba indiscutible de
la estructura jerarquizada del tribunal. La sumisión a las más altas
instancias del Poder Ejecutivo quedaba de manifiesto cuando la ejecución
de la pena de muerte exigía del “enterado” del Jefe de Estado.
Pero, sobre todo, en los
procedimientos sumarísimos, también en menor grado en los ordinarios,
concurría una total vulneración de todas las garantías y derechos
fundamentales. La instrucción del procedimiento era inquisitiva y bajo
el régimen de secreto, sin ninguna intervención del defensor. El Juez
Militar instructor, practicaba diligencias con el auxilio exclusivo de
las Fuerzas de Seguridad, Comisarías de investigación y vigilancia y
otros cuerpos policiales y militares, limitándose la relación con los
investigados, siempre en situación de prisión preventiva, a la audiencia
de los mismos, naturalmente sin asistencia de letrado. El instructor
acuerda una diligencia de procesamiento en la que relata los hechos y su
calificación penal y, finalmente, emite un dictamen que, conforme al
Art. 532 del C.J.M., resumía los hechos, las pruebas y las imputaciones
y que elevaba a la Autoridad militar superior que solía ser el General
jefe de la División correspondiente. Resumen que prácticamente es el
documento que va a fundamentar la acusación y la sentencia ya que las
diligencias practicadas por el instructor no se reproducían en el
plenario con una manifiesta infracción del principio de inmediación en
la práctica de la prueba y la correspondiente indefensión de los
acusados.
La Autoridad militar
indicada era la que resolvía elevar a plenario el procedimiento con la
fórmula “Autoriza su vista y fallo en Consejo de Guerra de plaza” dando
traslado al fiscal militar para formular acusación. Y es a partir de la
acusación y sólo desde entonces cuando los acusados podrán nombrar
defensor de entre una lista que le facilita la Autoridad Militar. Y,
“por un término que nunca excederá de tres horas” (plazo establecido
entonces en el Art. 658 del C.J.M.) los autos se ponen de manifiesto al
defensor para que en ese plazo estudie la causa, obtenga nuevas pruebas,
formule escrito de defensa y prepare el informe. Es la suprema expresión
de la indefensión absoluta cuando, además, las penas que se solicitaban,
con muchísima frecuencia, eran las de reclusión perpetua o muerte. Ya
hemos dicho que ante la sentencia dictada en este procedimiento no
cabían recursos y que sólo ganaban firmeza, (conforme al Art. 662 del
C.J.M.) “con la aprobación de la Autoridad Judicial del Ejercito o
Distrito, de acuerdo con su Auditor”.
Por otra parte, en la
composición de los Consejos de Guerra, en múltiples ocasiones, se
cometieron manifiestas infracciones formales que los invalidaban como
tribunales de justicia, como, por ejemplo, que el Vocal Ponente
careciera de los requisitos legales exigibles. Así ocurrió en varios
miles de procedimientos que determinaron numerosas condenas a muerte y
posteriores ejecuciones. Consejos de Guerra que, según expresó el Fiscal
General del Estado en el recurso interpuesto contra la sentencia dictada
por uno de aquellos tribunales (la condena de Julián Grimau), ”carecía
de potestad jurisdiccional para enjuiciar a persona alguna”.
La integración de la
magistratura en los Consejos queda claramente de manifiesto en el
Decreto nº 70, de 8 de noviembre de 1936, que firma el General Franco en
el que se otorga a los “Jueces inspectores y Fiscales”, de la
jurisdicción ordinaria, el rango, según fuesen aspirantes o titulares,
de “Alféreces Provisionales del Cuerpo Jurídico Militar” o “Capitanes
honoríficos de Complemento del Cuerpo Jurídico Militar”, funcionarios
que cobraban a través de “las Pagadurías Militares Divisionarias”.
Los Tribunales especiales
Otros instrumentos
esenciales de la represión constituidos por la dictadura fueron el
Tribunal de Represión de la Masonería y del Comunismo y los Tribunales
de Responsabilidades Políticas. La opción por la anulación de las
Resoluciones y Sentencias sancionatorias dictadas por los mismos, en el
debate sobre el Proyecto de Ley sobre la Memoria Histórica, parte de la
consideración del carácter radicalmente ilegítimo de dichos tribunales
tanto por su origen, como por su composición y, sobre todo, por
constituirse organismos de naturaleza administrativa dotados de
competencias penales y, por tanto, con facultades para la imposición de
sanciones penales.
La Ley de 1 de Marzo de
1940, creadora del primero de aquellos tribunales, es la máxima
expresión de la arbitrariedad jurídica al servicio de la represión
ideológica y política. En primer lugar, crea figuras delictivas tan
indeterminadas como “pertenecer a la masonería, al comunismo y demás
sociedades clandestinas...” que se oponen a todos los principios
inspiradores de un derecho penal basado en el respeto a la persona
humana, como los principios de tipicidad y legalidad. En el preámbulo de
la misma se hace constar, como expresión de la ideología dominante que
la Ley tiene como finalidad hacer frente a “la terrible campaña atea,
materialista, antimilitarista y antiespañola que se propuso hacer de
nuestra España satélite y esclava de la criminal tiranía soviética”. Y
para ello exige a cuantos hayan pertenecido a la masonería o al
comunismo presentar, en un breve plazo, una “declaración retractación
que contenga especialmente cualquiera de las circunstancias estimadas
como agravantes o atenuantes”. En cualquier caso, la Ley no contiene
prácticamente ninguna norma procesal y, desde luego, el trámite previsto
no contempla ninguna clase de garantías para los acusados.
Sencillamente, el Artículo duodécimo, se limita a establecer que el
“Tribunal podrá comisionar la instrucción de expedientes y sumarios a
los Jueces de la Jurisdicción Ordinaria y a los del Ejército, Marina y
Aire. Y, previa celebración de juicio, con audiencia de un fiscal y del
interesado, dictará sentencia”. El procedimiento era completamente
inquisitivo, sin asistencia letrada y el juicio se celebraba a puerta
cerrada. Contra dicha sentencia “podrá interponerse recurso en término
de 10 días, ante el Consejo de Ministros, por quebrantamiento de forma,
error de hecho o injusticia notoria”, asumiendo así el Gobierno las
funciones propias del Tribunal Supremo. Como es norma de toda la
legislación represiva en ese momento.
En la citada Ley, la
conducta delictiva principal se define como “toda propaganda que exalte
los principios o los pretendidos beneficios de la masonería o del
comunismo o siembre ideas disolventes contra la religión, la patria y
sus instituciones fundamentales y contra la armonía social…”. Se
consideran masones “…todos los que han ingresado en la masonería…” y “se
consideran comunistas los inductores, dirigentes y activos colaboradores
de la tarea o propaganda soviética, trotskistas, anarquistas o
similares”. Se regulan ciertas circunstancias agravantes que permitirá
elevar la pena a reclusión mayor. La Ley establece penas gravísimas de
reclusión menor y mayor para las conductas que describe, además de las
penas de separación o inhabilitación perpetua para ciertos cargos
públicos o privados, confinamiento y expulsión. Para la persecución y
castigo de los autores de dichos delitos constituye un Tribunal Especial
que designa y controla el Jefe del Estado y el Gobierno. El Jefe del
Estado nombra al Presidente y a sus miembros, que debían ser “un General
del Ejercito”, ”un Jerarca de Falange Española Tradicionalista y de las
JONS” y dos letrados. Es la más rotunda negación del Estado de Derecho.
Es más, es el propio Consejo de Ministros el que se constituye en órgano
jurisdiccional penal en la medida en la que la apreciación de “excusas
absolutorias” de los apartados b) y c) del Artículo décimo –consistentes
en “haberse sumado a la preparación o realización del Movimiento
Nacional con riesgo grave y perfectamente comprobado” y “haber prestado
servicios a la Patria que, por salirse de lo normal, merezcan dicho
título de excusa”- corresponde a él, es decir, apreciar y valorar si los
sometidos a dichos procedimientos son merecedores o no de las sanciones
penales previstas en la Ley. Es el Poder Ejecutivo constituido en Poder
Judicial con unas amplias competencias penales y procesales. El
procedimiento se limita “comisionar” a tribunales militares y ordinarios
para lo que se denomina “instrucción de expedientes y sumarios” cuyo
contenido no se precisa.
La ley establece la
simultaneidad y complementariedad de los delitos y sanciones
establecidos en la misma con las sanciones económicas establecidas en la
Ley de 9 de febrero de 1939 de responsabilidades políticas. El Artículo
octavo así lo dispone : “sin perjuicio de la persecución de otros
delitos que hubieran cometido las personas comprendidas en el artículo
anterior –las que hubiesen presentado la declaración retractación por
haber pertenecido a la masonería o al comunismo-, quedarán separadas
definitivamente de cualquier cargo del Estado, Corporaciones Públicas u
Oficiales Entidades subvencionadas y empresa concesionarias, gerencias y
consejos de administración de empresas privadas, así como cargos de
confianza, mando o dirección de las mismas, decretándose, además, su
inhabilitación perpetúa para los referidos empleos y su confinamiento o
expulsión”. Añadiendo que, además, serán sometidos a la citada Ley de
1939. Es una expresión mas de la política de exclusión y discriminación
a que fueron sometidos los vencidos.
La Ley se complementa con
la Orden de 20 de marzo de 1940 sobre el procedimiento de la declaración
retractación, procedimiento que pese a estar bajo un trámite
aparentemente “judicial”, se somete a la supervisión de los Gobernadores
Civiles.
El Tribunal se constituyó
el 2 de junio de 1940 bajo la Presidencia de Marcelino Ulibarri y
Eguilaz. Cualesquiera que fueran las vicisitudes de este Tribunal, su
Subsecretario, Luís Carrero Blanco, el 1 de julio de1941 dictó una
Circular a los Instructores de los expedientes de depuración para que
remitiesen testimonio “con carácter de urgencia” al Tribunal Especial de
los cargos que en ellos aparezcan “relacionados con actividades
masónicas o comunistas”.
Finalmente, el General
Franco, por Decreto de 18 de septiembre 1942 [B.O.E. 270) dispuso para
intensificar la actuación del Tribunal la creación de un “Juzgado de
Comunismo”, si bien los estudiosos de la actividad de este Tribunal
entienden que este Juzgado no desplegó gran actividad ya que bastaba
para la represión del comunismo con la Jurisdicción militar.
Los rasgos de este Tribunal
quedaron perfectamente perfilados en la Observaciones de su Presidente
de 17 de diciembre de 1940: “Habrá que huir de la excesiva preocupación
legalista que llenará el procedimiento de requisitos formales, plazos,
trámites, escritos, vistas y recursos… No vaya a incurrirse en el pueril
error de trasladar al procedimiento que para esa ley se establezca, los
preceptos legales de nuestra Ley de enjuiciamiento Criminal ni aún
siquiera los preceptos que la inspiran, tan distintos de los que exige
la represión de la masonería…y nada de exigir la intervención de
letrado, ni de consentir debates orales, ni de vistas públicas” .
De similar naturaleza son
los Tribunales establecidos por la Ley de 9 de Febrero de 1939, de
responsabilidades políticas. El preámbulo es, como tantas veces,
expresión de la superación y rechazo de los parámetros de un derecho
sancionatorio democrático. Por ello, afirma que “los propósitos de esta
ley y su desarrollo le da un carácter que supera los conceptos estrictos
de una disposición penal encajada dentro de unos moldes que ya han
caducado”. Lejos pues de cualquier principio de proporcionalidad y
justicia, la Ley establece “sanciones” y “medidas de seguridad” como la
inhabilitación, “el alejamiento del hogar” y la “pérdida de
nacionalidad”. “Los Tribunales…estarán compuestos por representantes del
Ejército, de la Magistratura y de la Falange Española Tradicionalista y
de las JONS que darán a su actuación conjunta el tono que inspira al
Movimiento Nacional”. Los procedimientos, continua el preámbulo, “se
regulan con normas sencillas” y, finalmente, se proclama que la Ley ha
de ser “uno de los más firmes cimientos de la reconstrucción de España”.
”Es bien conocido que el régimen desarrolló una amplia y exhaustiva
legislación sobre responsabilidades políticas que le sirvió para
marginar a la mayor parte de los vencidos en la guerra e, incluso, en
muchos casos, para privarles de su puesto de trabajo. No es extraño que
un régimen que basa buena parte de su legitimidad en la victoria en una
guerra civil despliegue una legislación discriminatoria de los vencidos” .
Estos Tribunales fueron
también de naturaleza administrativa en cuanto el Tribunal Nacional
depende “de la Vicepresidencia del Gobierno” y los miembros de los
Tribunales Regionales, presididos por “un Jefe del Ejército”, eran
nombrados por el Ministerio que correspondiese. Los “jueces
instructores” eran, naturalmente, militares. Resulta necesario describir
cual es el fundamento de las responsabilidades que se exigieron al
amparo de esta Ley: “contribuir a crear o a agravar la subversión de
todo orden de que se hizo victima a España desde el primero de Octubre
de mil novecientos treinta y cuatro…” y, desde el dieciocho de julio de
mil novecientos treinta y seis, haberse opuesto “al Movimiento Nacional
con actos concretos o con pasividad grave”. A partir de estas conductas,
mas especificadas en el art. 4º, esos tribunales, integrados por
responsables políticos de la dictadura, por falangistas y por militares,
con la colaboración de la magistratura, estaban facultados para imponer
sanciones de orden penal como las penas -en la Ley se denominan
“sanciones”- de inhabilitación absoluta y especial, extrañamiento,
relegación a las posesiones africanas, confinamiento, destierro y
perdida total o parcial de bienes, y pérdida de la nacionalidad
española, sanción ésta que se atribuye al “Gobierno”, a propuesta del
Tribunal, constituyéndose así en Tribunal Penal. Es decir, medidas
gravemente privativas y restrictivas de derechos. Las sanciones podían
tener una extensión según su mayor o menor gravedad de seis meses y un
día a seis años.
La enumeración de las
causas de responsabilidad es exhaustiva llegando a constituir dieciséis
supuestos que consisten en actos, expresos o tácitos, de lealtad a la
República o de oposición a la sublevación militar. El “cimiento” que así
se construye tiene, como corresponde a un Estado fascista que
menosprecia los principios liberales de un derecho sancionatorio, su
base más fundamental en la negación del principio “non bis in ídem”
reconociéndose como una causa de responsabilidad política “haber sido
condenado por la jurisdicción militar por alguno de los delitos de
rebelión, adhesión, auxilio, provocación, inducción o excitación a la
misma, o por los de traición en virtud de causa criminal seguida con
motivo del Glorioso Movimiento Nacional”.
Otro de los elementos que
definen dicha ley, ese “cimiento” del nuevo Estado, es el mantenimiento
de la responsabilidad política más allá del fallecimiento del presunto
culpable tal como se establece en los arts. 15, 46.II, y 50. Los textos
no dejan lugar a dudas, “las sanciones económicas se harán efectivas,
aunque el responsable falleciere antes de iniciarse el procedimiento o
durante su tramitación, con cargo a su caudal hereditario, y serán
transmisibles a los herederos que no hayan repudiado la herencia o no la
hayan aceptado a beneficio de inventario”. “Ni el fallecimiento, ni la
ausencia, ni la incomparecencia del presunto responsable detendrá la
tramitación y fallo del expediente”, menospreciando ese principio básico
sancionador por el que la sanción personal se extingue con la muerte. Y,
en tercer lugar, es de destacar el carácter retroactivo del fallo
condenatorio establecido en el Art. 72, dado que “lo efectos” del mismo
“se retrotraerán al día dieciocho de julio de mil novecientos treinta y
seis”, estableciéndose un régimen de nulidad “iuris et de iure” o “iuris
tantum” de los actos y contratos que se enumeran.
También es significativa la
composición de los tribunales en sus diferentes niveles.
El Tribunal Nacional se
integra “por un Presidente, dos Generales o asimilados del Ejército o de
la Armada, dos Consejeros Nacionales de Falange Española Tradicionalista
y de las JONS, que sean abogados, y dos Magistrados de categoría no
inferior a Magistrados de la Audiencia Territorial”. Todos eran “de
libre nombramiento del Gobierno”. Los Tribunales Regionales “se
constituirán con un Jefe del Ejército, que actuará de Presidente; un
funcionario de la Carrera Judicial de categoría no inferior a Juez de
ascenso y un militante de Falange Española Tradicionalista y de las JONS
que sea abogado”. Los tres serán nombrados por la Vicepresidencia del
Gobierno, a propuesta del Ministro de Defensa, los Jefes del Ejército;
del de Justicia, los Funcionarios Judiciales, y del Secretariado de
Falange Española Tradicionalista y de las JONS los militantes de dicha
organización.
Entre las competencias del
Tribunal Nacional se encuentra, como expresión de la peculiar
interpretación del principio de la independencia que debiera presidir la
actuación de cualquier tribunal sancionador, que pueda “dirigir e
inspeccionar la actuación de dichos tribunales (regionales)… dictando
las disposiciones que estime oportunas con el fin de procurar que en las
resoluciones exista unidad de criterio”. Entre las competencias de los
Tribunales Regionales se encontraba, entre otras, la de dictar sentencia
en los expedientes, admitiéndose el recurso del condenado ante el
Tribunal Nacional. Los Juzgados Instructores provinciales, eran
“Oficiales de Complemento u Honoríficos del Cuerpo Jurídico Militar o de
la Armada o profesionales de cualquier Arma o Cuerpo del Ejército que
posean el título de abogado”, “jueces” que eran nombrados, a propuesta
del Ministerio de Defensa por la Vicepresidencia del Gobierno. Por
último, es de resaltar el singular papel jugado en este procedimiento
por los Juzgados civiles especiales constituidos por un Juez de Primera
Instancia o Magistrado de la Carrera Judicial nombrados por la
Vicepresidencia del Gobierno a propuesta del Ministerio de Justicia,
Jueces civiles especiales que tenían atribuidas competencias esenciales
en relación a las sanciones económicas, a los embargos y medidas
precautorias y a la venta de los bienes que les ordenaba ejecutar un
órgano político cual era la Jefatura Superior Administrativa de
Responsabilidades Políticas.
En cuanto al procedimiento,
la iniciativa correspondía en primer lugar a la jurisdicción militar
mediante los testimonios de las sentencias dictadas por ella, a la
decisión de cualquiera autoridad civil o militar, agentes de policía y
Comandantes de la Guardia Civil y a la denuncia escrita y firmada de
cualquier persona natural o jurídica. En cuanto a la instrucción del
procedimiento, en la que estaba completamente ausente el derecho de
defensa y las reglas más básicas de la contradicción, consistía
sustancialmente en practicar como diligencias la citación del inculpado
para comunicarle los cargos que se le imputasen, otorgándosele un breve
plazo para aportar la prueba que interesase a su defensa y la solicitud
de informes por el Juez Instructor “al Alcalde, Jefe Local de Falange
Española Tradicionalista y de las JONS, Cura Párroco, Comandante del
Puesto de la Guardia Civil del pueblo en que aquél tenga su vecindad o
su último domicilio acerca de los antecedentes políticos y sociales del
mismo, anteriores y posteriores al 18 de julio de 1936”.
Los efectos represivos de
esta ley fueron de una enorme magnitud para la aniquilación profesional
y económica de los vencidos. Basta consultar una obra, ya fundamental
sobre la materia, en la que se estiman como expedientes “incoados y
pendientes” tramitados por los Tribunales regionales hasta septiembre de
1941 en 229.549. .
La dictadura mantuvo la
plena aplicación de dicha ley hasta la de 19 febrero de 1942 en la que
introdujo leves correcciones. Por una parte, para mitigar la aplicación
de la misma supuestos más limitados, lo que era compatible con continuar
calificando peyorativamente como “delincuentes” a quienes eran sometidos
a la misma, tal como se expresa en el artículo segundo de dicha ley. Y,
en segundo lugar, renunciaba a la composición castrense y falangista de
los Tribunales Regionales que eran sustituidos, a los propios fines de
la ley, por las Audiencias de la Jurisdicción Ordinaria y los Jueces
Instructores Provinciales y Civiles Especiales eran igualmente
reemplazados por los Jueces de Primera Instancia e Instrucción. Así, la
Magistratura era ya plenamente partícipe de la represión política. Al
igual que el Ministerio Fiscal, que se incorpora al procedimiento
atribuyéndole la iniciativa para la incoación de “expediente de
responsabilidad política” según se desprende de diversos preceptos de la
ley. Pero esa apariencia de normalización, es exactamente eso, una
apariencia, ya que se mantiene un procedimiento fundado en la
indefensión que ahora aplican taxativamente jueces y fiscales al
servicio de los objetivos represivos del Régimen. Una expresión
característica del mantenimiento del espíritu que inspiró de la ley en
1939 es el artículo octavo de la nueva Ley de 1942. En el mismo se
admite que, en ciertos supuestos “el Gobernador Civil podrá acordar la
inhabilitación del inculpado para cargos municipales o provinciales por
un tiempo que no exceda de cinco años”, es decir, se otorga a una
autoridad gubernativa directamente y sin que medie procedimiento alguno
la facultad de imponer una sanción penal. Todo ello con la conformidad
de los jueces y fiscales que participan en esa apariencia de
jurisdicción. La jurisdicción ordinaria no solo asume pasivamente esa
función sino que, contra cualquier asomo de independencia, admite que el
Tribunal Nacional, compuesto aún por militares y falangistas pueda
“dictar a los Presidentes de las Audiencias las instrucciones y normas
generales ya sustantivas, ya de procedimiento que estime pertinentes
para el mejor desempeño de su misión en esta materia” (Art. 15). Solo
mucho más adelante, ya a mediados de 1943, las dos Salas del Tribunal
Nacional estarán compuestas exclusivamente por funcionarios judiciales.
El análisis de esta jurisdicción lo resume de forma excelente el autor
ya citado M. Álvaro: “A falta de otras fuentes de legitimación, el
régimen franquista cifró su supervivencia, en buena medida, en el
mantenimiento de unos aparatos represivos y un discurso ideológico que a
lo largo de sus cuatro décadas de existencia pudieron cambiar en lo
formal, pero poco en lo sustancial: la Cruz y la espada, conjunción
sagrada que encarnaba la misión histórica de proteger a la Nación de la
anti-España” .
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