HISTORIAS DE MAQUIS EN EL
CINE ESPAÑOL.
Entre el arrepentimiento y la
reivindicación.
Carlos F. Heredero.
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La lucha guerrillera de la resistencia
antifranquista, uno de los capítulos menos conocidos y más olvidados de
la reciente historia de España, reunía todos los requisitos para haber
dado lugar, hipotéticamente, a un verdadero género cinematográfico, a
una cierta épica de la resistencia contra el fascismo. Claro está que
habría hecho falta para ello partir del supuesto, desmentido por la
historia, de que la guerra civil se hubiera saldado con el triunfo final
de la legalidad republicana. Sabemos bien, en cambio, que el resultado
fue lamentablemente el contrario, y que la instalación de un régimen
dictatorial hizo imposible aquella quimera.
Por otra parte, cuando España inició el proceso para
la recuperación de las libertades democráticas, tras la muerte del
dictador, el combate del maquis quedaba ya demasiado lejos para las
nuevas generaciones de espectadores que estaban protagonizando la
reconstrucción del país. De ahí que, a pesar de algunos intentos
aislados por recuperar la memoria histórica de aquel fenómeno,
anteriormente secuestrada y adulterada por el cine del franquismo,
tampoco a partir de entonces la reaparición de los guerrilleros en la
pantalla ha podido llegar a cuajar en algo más consistente que las meras
y fugaces excepciones interesadas por el tema.
I) El combate adulterado.
El cine protegido y tutelado por la administración
franquista nunca demostró, precisamente, una especial sensibilidad hacia
los avatares de la historia contemporánea. La férrea censura vigente y
el fuerte control ideológico de la producción hacían muy difícil el
abordaje directo de temas o aspectos que pudieran afectar a la
naturaleza política del régimen. Dificultad que se multiplicaba si la
cuestión objeto de interés encerraba en sí misma algún tipo de
resonancia internacional y mucho más todavía si su propia toma en
consideración implicaba el reconocimiento, más o menos explícito, de la
existencia de una contestación interna al sistema político impuesto por
los militares.
Se comprende así que dos sucesos históricos tan
relevantes como fueron la campaña de la División Azul y la lucha
guerrillera del maquis (del francés maquisard: guerrillero, resistente)
fueran olvidados con toda premeditación por el cine que les fue
contemporáneo. Tuvieron que pasar diez años tras el final de la
desquiciada aventura soviética bajo pabellón nazi para que apareciera la
primera película que se ocupó del tema (La patrulla; 1954, Pedro
Lazaga). La misma fecha, por cierto, en la que se estrenaba la primera
ficción que hablaba del maquis (Dos caminos; Arturo Ruiz Castillo),
título que llegaba a las pantallas seis años después de que el PCE y el
PSOE hubieran decretado la disolución de la guerrilla y el final de la
lucha armada (otoño de 1948), y con tres años de retraso respecto al
momento en el que el PCE había retirado a los últimos combatientes
comunistas que quisieron salir del país.
Es cierto que, con posterioridad a esas fechas, la
guerrilla de inspiración anarquista prolongó todavía sus actividades de
forma esporádica, al menos hasta que, en 1957, 1960 y 1963, fueran
abatidos, sucesivamente, "Facerías", "Quico" Sabater y Ramón Vila
Capdevila, "Caraquemada". Sin embargo, para el cine español (igual que
para la radio y para la prensa) no hubo prácticamente más que una única
guerrilla: los bandidos comunistas que, según la propaganda oficial,
cometían actos de terrorismo. Y de ahí que los escasos, en realidad
aisladísimos títulos interesados por abordar el fenómeno puedan
considerarse, en sentido estricto, como cine histórico y
reconstrucciones de época, puesto que todos ellos remitían a una
realidad pretérita que ya no era operativa cuando las películas se
realizaron.
El recuento final arroja tres únicas producciones que
proponen un abordaje más o menos explícito del tema (Dos caminos,
Torrepartida, La paz empieza nunca), otras tres que se adentran en él de
forma subsidiaria, emboscada o meramente complementaria de sus historias
respectivas (La ciudad perdida, Carta a una mujer, Casa manchada) y una
séptima que lo hace de manera disfrazada y apenas parabólica, oculta en
realidad bajo los ropajes del cine policíaco (A tiro limpio): un exiguo
balance que habla ya, per se, de la incomodidad que producía el
tratamiento de un tema particularmente espinoso para la dictadura.
De hecho, las seis películas que retratan la
actividad guerrillera no son otra cosa que otros tantos eslabones del
discurso político anticomunista articulado por el cine del franquismo.
De donde cabe adelantar, ya de antemano, que tanto su forma de
instrumentar la reconstrucción como la perspectiva desde la que ésta se
aborda están sometidas a las premisas de aquel discurso y, como tal,
convenientemente manipuladas para ajustarse a los condicionamientos y
exigencias coyunturales de aquel, éstas sí, plenamente contemporáneas
con las fechas de realización de los films.
Nos encontramos, por lo tanto, con un pequeño grupo
de películas que no sólo reconstruyen una realidad histórica
convenientemente maquillada y tergiversada (la mentira de la
representación), sino que se conciben y se formulan como instrumentos y
plataformas de intervención sobre la realidad contemporánea. Son obras
que no proporcionan tanto un reflejo fiel de la lucha guerrillera (lo
que hubiera sido imposible en aquel contexto) como de la mentalidad
desde la que fueron filmados y de la voluntad expresa por ahormar la
realidad ideológica y social en la que surgen con arreglo a una
construcción ideológica superpuesta, lo que en definitiva nos
proporciona la verdad de sus imágenes.
La primera que surge, como ya se ha dicho, es una
realización de Arturo Ruiz-Castillo, un director a quien pude
considerarse como miembro de la generación del 27, que había participado
como actor en "La Barraca" de Lorca y que había intervenido en las
Misiones Pedagógicas de la República creadas por Manuel B. Cossío.
Documentalista de vocación experimental y vanguardista, trabajó para el
gobierno republicano al rodar algunos cortometrajes de propaganda
durante al guerra antes de convertirse, instalado ya la dictadura, en un
director acomodado a los nuevos vientos políticos y capaz de filmar,
incluso, la vibrante exaltación patriótica de carácter anticomunista El
santuario no se rinde (1949).
Al hacerse cargo de Dos caminos, Ruiz-Castillo
utiliza un guión firmado por José Antonio Torreblanca y Clemente
Pamplona (colaborador, este último, de varios periódicos del Movimiento)
para contar un relato que parece expresamente concebido "para los
vencidos de 1939", como dijo José María García Escudero. Una historia
organizada sobre la dicotomía entre dos amigos y ex-combatientes
republicanos: Antonio (un médico que, después de la derrota, se queda en
España y rehace su vida felizmente) y Miguel, que opta por el exilio y
que, tras pasar por un campo de refugiados en Francia, combate contra
los alemanes y regresa al interior del país con una partida de maquis:
"vuelven en son de guerra hombres derrotados seis años antes", dice la
voz en off introductoria.
La historia transcurre en el otoño de 1945, pero
podría entenderse que alude a la invasión guerrillera del año anterior,
si bien el objetivo de la película no es la reconstrucción de aquel
episodio histórico, sino la ilustración de dos conflictos. Por una
parte, la comparación entre la existencia de Antonio (integrado con
armonía en su familia y en su país) y la de Miguel, un maquis "que lucha
sin jefe, jugándome la vida sin objetivo y pisando como un extraño esta
tierra de España", por utilizar sus propias palabras. Se da la
circunstancia paradójica de que este personaje está interpretado por
Rubén Rojo, hijo de exiliados republicanos en Méjico y actor, allí, de
algunas películas de Buñuel.
Por otro lado, el conflicto que enfrenta a Miguel (un
hombre que carece de militancia política concreta) con los mandos
comunistas: primero en el campo de refugiados y luego en la guerrilla.
Estos últimos siempre son caracterizados con perfiles fuertemente
maniqueos: el desalmado oficial del campo (presentado como responsable
del encierro de los españoles), los intrigantes comunistas de Marsella
(más cercanos a la tipología de los mafiosos que a otra cosa) y el
comisario rojo (esta vez francés) que dispara contra Miguel en el curso
de los combates.
Se trata, por lo tanto, de un maquis traicionado por
sus superiores comunistas, a los que se presenta como asesinos sin
escrúpulos. De ahí que Miguel reconozca, finalmente, haber tomado "el
camino que no conduce a ninguna parte" y que declare, al final, que
había vuelto a España no para invadirla, sino "para quedarme de una
forma o de otra". La confesión de su error y su arrepentimiento
introduce el tema de la conversión a la verdad (política) del franquismo
oficial, auténtico leit-motiv de todo el cine de propaganda política de
la época.
Conversión que, sin embargo, no le salva de morir
(castigo inevitable por haber escogido el camino equivocado), a pesar de
que la patria (siempre acogedora) había tratado de salvarle antes
mediante la intervención de un oficial del ejército camuflado entre la
partida. Nos encontramos así con que el primer guerrillero que aparece
en el cine español es un maquis con mala conciencia de serlo y que sufre
por haber elegido opción errónea, puesto que se trata de un republicano
de buen corazón, añorante de una patria oficial que trata de redimirle y
traicionado por sus mandos.
Era evidente que Dos caminos no pretendía tanto
hablar de la lucha guerrillera (algo que apenas ocupa espacio dentro de
la narración) como utilizar la figura de este singular personaje para
construir un alegato anticomunista con la excusa de plantear, en el
fondo, el tema de la reconciliación entre vencedores y vencidos.
Reconciliación enfocada, caro está, desde la óptica del franquismo en el
poder; es decir, previa sumisión acrítica y contrita de los derrotados y
de los rebeldes.
Dos años después, los maquis regresan a la pantalla
de la mano de profesionales que, esta vez, exhiben una nítida militancia
franquista en su expediente. Son Pedro Lazaga (un voluntario de la
División Azul) y Santos Alcocer (un falangista que había sido redactor
de Arriba y de Pueblo), director y productor respectivamente de
Torrepartida (1956), cuyas imágenes toman por escenario la Sierra de
Albarracín para proponer una historia cuya iconografía se aproxima más a
la del bandolerismo (un término utilizado de manera específica por el
letrero inicial) que a la propia de la lucha guerrillera en los
territorios del norte.
Curiosamente, el esquema dramático permanece casi
inalterado respecto al de la película anterior, pues aquí son dos
hermanos quienes, separados por la guerra civil, aparecen uno como
alcalde del pueblo que da título al film, y el otro integrado en una
partida guerrillera cuyo jefe comunista exhibe, de nuevo, una
extraordinaria crueldad. La dimensión fraternal del conflicto no es en
modo alguno inocente, pues al plantear la dicotomía desde esta
perspectiva se acomoda el discurso a una de las más queridas mitologías
del franquismo: aquella que presenta a la guerra civil como un
enfrentamiento entre hermanos de la misma patria. Y, por si acaso podía
caber alguna duda, el letrero inicial se encarga de dejarlo bien claro:
"la desunión entre hermanos, fomentada por pasiones e intereses
bastardos, conduce inexorablemente a la ruina y a la muerte".
Aunque los moldes narrativos utilizados en
Torrepartida están más cerca del western y del cine de aventuras que del
drama político, la encrucijada del joven guerrillero vuelve a situarse
aquí ante dos senderos contrapuestos. Dos opciones que, en esta ocasión,
tienen para Miguel el denominador común de su novia, a la que pretende
también el hermano-alcalde y a la que secuestra el jefe de la partida,
suceso que activa (por la vía melodramática) el desengaño político del
protagonista.
La lectura que se ofrece es idéntica a la que
proponía Dos caminos, pues aquí se ilustra de nuevo, y además con
idénticos recursos (la maldad del jefe comunista, la muerte final del
guerrillero a manos de éste) el camino equivocado de quienes se
enfrentan con las armas a la convivencia pacífica y familiar de la
España franquista. Las dos películas articulan el mismo discurso, si
bien Torrepartida se ocupa de caracterizar algo más al comisario
comunista por el malsano procedimiento de insinuar, como si se tratara
de una perversión, que su relación con Miguel tiene la doble intención
de albergar una posible atracción de tinte homosexual.
El esquema se hará luego un poco más complejo, pero
también mucho más agresivo, cuando, cuatro años después, el director de
origen argentino y afincado en España León Klimovsky dirija, sobre una
novela del falangista Emilio Romero, La paz empieza nunca (1960). Aquí
se invierte el protagonismo y éste se concede a un falangista de la
primera hora (López), interpretado por Adolfo Marsillach, el mismo actor
que había incorporado antes al despiadado jefe comunista de
Torrepartida.
La segunda mitad de la historia transcurre durante
los años en los que tiene lugar el aislamiento internacional de la
dictadura y cuando "unas partidas armadas, disciplinadas, darían la
impresión al mundo de que la guerra civil no ha terminado", según dice
López, preocupado porque "eso podría justificar, incluso, una
intervención en España". De ahí que decida hacerse pasar por comunista
para infiltrarse dentro de la guerrilla con el objeto de contribuir a
desarticularla, pues se muestra convencido de que "no debe haber más
luchas entre españoles".
La premisa acusa directamente al comunismo de querer
provocar una intervención extranjera, lo que justifica la vuelta del
protagonista a un combate que se presenta, así, como prolongación del
que López había desempeñado ya antes en la guerra civil. Y como esa
"cruzada" necesita un enemigo suficientemente malvado, la oportunidad
estaba servida para un nuevo ejercicio de feroz maniqueísmo: comunistas
de gran crueldad antirreligiosa (uno de sus jefes no duda en ametrallar
a un sacerdote mientras éste reza en el altar de una iglesia), de
perversas conexiones extranjeras (la emisora-enlace de Toulouse) o de
asesina hipocresía, pues hay incluso un militante de vida licenciosa
capaz de matar a una chica que trabaja en la barra americana que él
mismo frecuenta.
La película se cierra con un letrero que no tiene
desperdicio y que reza como sigue: "La historia de España la estamos
haciendo todos los españoles: los que ganamos y los que perdieron
nuestra guerra. Y para hacer cosas que dejen en buen lugar a nuestro
pueblo, ahora que queremos ir todos hacia arriba, la paz empieza nunca".
Se trata, por lo tanto, de una belicosa llamada a proseguir, en 1960
(fecha del film), el combate propio de la "cruzada", lo que no dejaba de
resultar extrañamente anacrónico y llamativo para aquellas fechas.
Concebida de forma inequívoca desde la trinchera del
falangismo más desfasado, la película (cuyo discurso rencoroso y
anti-reconciliatorio reproduce los esquemas del viejo "cine de cruzada"
propio de los años cuarenta y también los del cine político de la
"guerra fría" característico de los cincuenta), surge --quizás no por
casualidad-- en plena escalada del desarrollismo; es decir, cuando la
hegemonía falangista empezaba a ser desplazada, dentro del aparato
estatal, por la renovada máscara tecnocrática y economicista que se
disponía a adoptar la dictadura.
Quedaba así de manifiesto, una vez más, que el
verdadero objetivo de la película no era hablar del maquis, sino más
bien utilizar el combate de los guerrilleros como carnaza retrospectiva
para alentar otro combate de naturaleza muy diferente: una lucha que
sólo podía interpretarse en clave interna, dentro de los diferentes
clanes que sostenían el régimen en 1960 y, por lo tanto, con parámetros
contemporáneos a la realización del film.
El paisaje es algo diferente en las tres películas
restantes que hacen un hueco en sus fotogramas para los maquis. En ellas
apenas queda sitio alguno para la escenificación del combate guerrillero
y el abordaje se hace casi tangencial o meramente episódico. De hecho,
en La ciudad perdida (1954; Margarita Alexandre y Rafael Torrecilla) se
cuenta ya una historia de corte policíaco cuyo relato, condensado en el
plazo de veinticuatro horas, transcurre íntegramente en las calles de
Madrid.
La narración comienza con la llegada de cuatro
ex-combatientes del ejército republicano en misión subversiva, pero
deriva luego --tras un tiroteo inicial en el que mueren tres de ellos--
hacia el largo deambular del cuarto, aislado y sin contactos, por una
ciudad desconocida para él. Un itinerario que incluye su relación con
una dama de la alta sociedad a la que coge como rehén, sus intentos por
escapar del acoso y su caída final ante las balas de la policía poco
antes de arrepentirse.
Se trata, pues, de un maquis urbano, aislado y sin
compañeros, a quien da vida el actor italiano Fausto Tozzi, intérprete
que --de forma significativa-- es el único extranjero del reparto, como
si se tratara de mostrar la soledad y el desarraigo a los que estaba
condenada esa opción. La figura del guerrillero entra de forma meramente
subsidiaria, por su parte, en la historia de clara vocación
melodramática que se cuenta en Carta a una mujer, película dirigida por
el barcelonés Miguel Iglesias en 1961 sobre una novela de Jaime Salom
titulada El mensaje.
Ese personaje, identificado en el relato como un
disidente del PCE, es un hombre llamado "El Asturias", a quien se
presenta como "un agitador con cargos políticos durante la guerra". Su
relación con una partida de guerrilleros que planean asaltar un banco
(se les acusa también de robar una masía, atracar un establecimiento y
sustraer un coche) le conduce al ya sabido y fatal destino al que
parecen condenados la mayoría de los maquis retratados por el cine del
franquismo: el arrepentimiento primero y la muerte, después, como
víctima del jefe de los comunistas.
Finalmente, otra novela de Emilio Romero (Todos
morían en casa Manchada) da lugar a una realización de José Antonio
Nieves Conde (Casa Manchada) que aparece en la muy tardía y anacrónica
fecha de 1975. Sólo que éste es ya un producto bastante exótico, donde
la presencia de los guerrilleros se circunscribe al último rollo del
film, cuando una partida de maquis (a los que se acusa de matar al cura
y al alcalde de un pueblo) secuestra a Álvaro, el joven hacendado de
pasado falangista que terminará muriendo --quizás bajo las balas de la
guardia civil-- cuando ésta acabe con toda la partida en el curso de un
tiroteo.
Son éstos unos guerrilleros más bien pintorescos,
cuyo jefe obeso y con abultaba perilla, siempre amenazante y filmado en
contrapicado, explica que en la Unión Soviética le hicieron general y le
pusieron un nombre ruso, pero que luego "empezaron a funcionar los
chivatos y acabé para Rusia, pero no para España". Y esto, poco antes de
afirmar, en pleno arrebato patriótico, que "nuestra revolución tiene que
ser otra cosa. Aquello no era un paraíso ni leches. Siempre diciendo que
son los tíos más cojonudos..., siempre diciendo que en España no hemos
hecho nada, y nosotros tenemos libros de Historia para empedrar Moscú".
El propio Nieves Conde reconoció, mucho después, que
"lo más sensato hubiera sido tirar la historia a la papelera y hacer
otra cosa". Y es que resultaba ciertamente insólito el rodaje, pocos
meses antes de la muerte de Franco, de una película cuyo discurso
aparecía como una advertencia sobre el caos que el peligro rojo podía
crear en España. Un film que volvía a utilizar los mismos códigos
narrativos y maniqueos propios de la "guerra fría" y que, efectivamente,
no pudo estrenarse hasta junio de 1980, si bien casi de tapadillo y sin
ninguna repercusión.
Queda por reseñar, sin embargo, una película que
realmente no habla directamente del maquis, pero cuya historia
(disfrazada con los ropajes de un policíaco convencional) remite
explícitamente a un caso histórico: las muertes de "Facerías"
(Barcelona, 1957) y "Quico" Sabater (Sant Celoni, 1960). Ésta no es otra
que A tiro limpio, dirigida por el debutante Francisco Pérez-Dolz en
1963 sobre un guión que, antes de rodarse, llevaba por título primero
Los resentidos y luego Encuentro con la muerte. Un guión en el que, por
mera precaución, los autores (el propio Pérez-Dolz, José María Ricarte y
Miguel Cussó) habían refundido previamente a los dos maquis en un sólo
personaje, pero que, ni siquiera con esta cautela, logró salir indemne
de su colisión con la censura.
Desprovista, por lo tanto, de cualquier matiz
político en el retrato de los personajes, la película quedó confinada
estrictamente a los moldes del género policíaco, de manera que sólo una
lectura de carácter parabólico, y además conocedora de estas
circunstancias, permite ponerla en relación con el fenómeno maquisard.
Lo mismo que sucede, por otra parte, con Metralleta Stein (1974), donde
José Antonio de la Loma utiliza también la figura de "Quico" Sabater
como escondida y casi secreta referencia para componer el personaje de
un delincuente perseguido por un policía, sólo que lejos, muy lejos ya,
de todo interés o voluntad por aproximarse a los contornos reales de una
figura histórica.
II) El combate reivindicado.
La muerte del dictador y el inicio, tras ella, del
proceso que se conoce como la transición a la democracia marcan una
frontera nítida, y puede decirse que radical, en cuanto al tratamiento
de que es objeto el tema del maquis en el cine español. Durante aquel
período, la necesidad de recuperar la memoria histórica secuestrada por
el franquismo se revela como un impulso decisivo bajo una gran cantidad
de películas que vuelven sus ojos hacia el pasado de la guerra civil y
de la inmediata posguerra en busca de una lectura no manipulada de la
Historia.
Y es dentro de ese movimiento reivindicativo que
inicia el cine español donde aparecerán, lógicamente, las nuevas
aproximaciones que surgen a las figuras de los guerrilleros, de los que
se ofrece a partir de entonces una imagen muy diferente. Para empezar,
porque los maquis aparecen siempre en películas dirigidas, en su
totalidad, por realizadores con ideas de izquierdas (la derecha
cinematográfica deja de estar interesada por el tema) y también porque,
en consecuencia con el dato anterior, todos los títulos implicados se
inscriben de lleno en el campo de un cine democrático que profesa, casi
siempre, simpatías republicanas.
Desaparecen así todos los tópicos maniqueos, todos
los estereotipos y simplificaciones que presidían los retratos
anteriores. Los nuevos maquis han perdido su carácter zafio y agresivo,
su perversión manipuladora de inocentes y su activismo resentido. Entre
otras cosas, porque uno de los rasgos fijos más reveladores de estas
ficciones es su insistencia en hablar casi siempre del maquis derrotado,
de guerrilleros en retirada, acosados o perseguidos ya sea por la
policía, por la guardia civil o, incluso, por sus propios camaradas. Son
películas que hablan de la derrota y que asumen el punto de vista de los
derrotados, de los perdedores de la guerra.
Frente a las historias contadas durante el
franquismo, narradas siempre desde el punto de vista de los vencedores y
en las que a los combatientes de la guerrilla sólo les quedaba el
arrepentimiento, las nuevas películas se solidarizan con la lucha de los
maquis, se muestran comprensivas o solidarias con el sentido de su
batalla y muestran la dignidad que aquellos exhiben en su derrota. En su
lucidez, no pueden por menos que levantar acta del fracaso, pero el
punto de vista ha cambiado y la única crueldad de estos relatos es ahora
la que muestran los vencedores, las fuerzas represivas, los delatores o
los traidores a la causa resistente.
Con todo, la primera vez que el cine español recoge
la figura de un maquis no arrepentido ni asesino ni equivocado aparece
(como una nítida y reveladora excepción) antes de la muerte de Franco, y
el hecho sucede nada menos que en El espíritu de la colmena (1973;
Víctor Erice), película que por tantas otras cosas es igualmente
avanzada y singular. Se trata de un guerrillero huido y malherido, que
desciende de un tren y que se esconde en un refugio aislado en mitad del
campo. Un personaje al que sólo tiene acceso la protagonista del film:
Ana, la niña cuya mirada conduce la indagación poética propuesta por las
imágenes de la película.
Indagación de carácter lírico que se adentra en los
misterios familiares y en los mitos propios de la infancia, pero también
en las entrañas de la Historia. Sólo que en 1973 faltan dos años aún
para la desaparición del dictador y a los derrotados no se les ha
devuelto todavía la palabra: quizás por ello este maquis no pronuncia ni
un sólo vocablo en las pocas secuencias en las que aparece, debe
permanecer todo el tiempo encerrado en el refugio y su muerte queda
sumergida en la impunidad de la noche dictatorial, en el fragor de un
asesinato del que se sólo escuchamos el ruido de las ametralladoras y
del que sólo vemos los fogonazos de éstas.
Interpretado por Juan Margallo (un conocido actor del
teatro independiente), este maquis fugitivo que sólo recibe auxilio por
parte de una niña inocente juega, dentro del sistema narrativo puesto en
marcha por Víctor Erice, un rol intermedio en la trasposición que
efectúa Ana entre el monstruo-víctima (propio del imaginario mítico) y
el padre-ausente (la realidad misteriosa). Es una figura que pertenece,
todavía, al territorio silencioso de una infancia vivida en
clandestinidad, cuyas raíces referenciales deben situarse en la propia
biografía infantil de uno de los guionistas del film (Ángel Fernández
Santos), pues fue él quien vivió, personalmente, la peripecia real de
conocer en secreto a un maquis a quien su padre (un maestro republicano
represaliado por el franquismo) mantuvo escondido durante algún tiempo
en el desván de su casa.
Salvada sea esta excepción de carácter precursor y,
en el sentido que aquí nos ocupa, claramente adelantada a su tiempo, el
primer maquis del cine democrático, el primer guerrillero con voz y
presencia deseante que aparece en el cine español será un ex-combatiente
huido, derrotado y desmovilizado, escondido en Madrid mientras busca
documentación para escapar a Francia: quizás porque en 1975 (fecha en la
que surge Pim, pam, pum, fuego, de Pedro Olea) era todavía demasiado
pronto como para mostrar directamente la lucha del maquis en las
montañas.
Este guerrillero (interpretado por José María
Flotats) llega también en un tren, y su clandestinidad en Madrid no será
solamente política, sino incluso sexual, pues tendrá que vivir a
escondidas y de manera furtiva su romance con una corista (Paca / Concha
Velasco). Hija de un viejo republicano inválido desde la guerra (otra
síntoma de la derrota), esta mujer será quien dé cobijo al maquis en la
habitación realquilada donde ella y su padre sobreviven a las penurias
de una posguerra que la película documenta con precisión: el hambre, el
frío, el racionamiento, el estraperlo, el hacinamiento de los
realquileres, etc.
"No hay nada que hacer. Nos estaban cazando como
conejos", dice Luis, el guerrillero, al confesar a Paca la derrota de su
combate en la única alusión que hay en toda la historia a su actividad
como resistente. No estamos, por lo tanto, ante una película sobre la
guerrilla, sino ante un film que habla de las dificultades para
sobrevivir que padecen todos los derrotados en la España franquista de
la posguerra. Su punto de vista moral es siempre solidario con Paca, con
su padre y con el joven maquis a quien los documentos falsos que le hace
llegar el estraperlista franquista que extorsiona a la corista le
costará la vida (si bien su muerte permanece elidida) sin dejar otro
rastro en la historia que una minúscula y aséptica nota periodística
sobre su muerte al ser descubierto.
Escrita por Rafael Azcona y Pedro Olea sobre un
argumento de este último, Pim, pam, pum, fuego abre la puerta al
tratamiento histórico reivindicativo de unas figuras que dos años
después encontrarán, por fin, el espacio que hasta entonces siempre les
había negado el cine español para la representación directa de su lucha.
La ocasión aparece con Los días del pasado, primera producción que
aborda, de manera casi central, la lucha guerrillera en el interior del
país, si bien el personaje-conductor del relato es aquí, todavía, una
joven maestra andaluza (interpretada por Marisol) que llega a un
pueblecito del norte en busca de su novio: un maquis que lucha con su
partida en los bosques de alrededor.
Dirigida por Mario Camus sobre un guión que escribió
él mismo junto con Antonio Betancor, sobre una idea de Miguel Rubio y de
Manuel Matji, la película se abre --al igual que Pim, pam, pum, fuego--
con una secuencia en el interior de un tren, sólo que si allí se cantaba
Tatuaje, en ésta la banda sonora desgrana una versión instrumental de
Ay, Carmela. Secuencia que tiene la explícita voluntad didáctica, en
este caso, de situar históricamente la lucha del maquis a través de la
carta del guerrillero (Antonio Gades) leída por la voz en off de su
novia.
Aunque los combates y la vida de la guerrilla en el
monte ocupan sólo la segunda parte del metraje, la gran novedad de la
película es que, por primera vez, el cine español se proponía mostrar
con cierta voluntad de realismo las formas de subsistencia de los
maquis, sus dudas y sus miedos, sus contradicciones internas, sus
relaciones con las gentes de los pueblos que utilizaban para buscar
provisiones. La primera vez, en definitiva, que se humaniza a estos
personajes, que se les caracteriza más allá de su ideología, pues sucede
incluso (y esto puede ser lo más discutible de la propuesta) que nunca
se hace alusión a las ideas políticas o a la afiliación partidista de
los componentes de la partida.
Sobre Los días del pasado se deja sentir la sombra
inevitable de El espíritu de la colmena, perfectamente rastreable en ese
niño sin padre que cuida en secreto de los guerrilleros y en ese
refugio, aislado en el monte, adonde aquel lleva ropas y comida a un
maquis herido que huye de la guardia civil. Su historia propone, por lo
tanto, un acercamiento a la fase final del combate, cuando la
desmoralización, el cansancio y la falta de perspectiva empiezan a hacer
mella en el ánimo y en la moral de los resistentes, cuando éstos
empiezan a sentirse acorralados y van siendo diezmados en las sucesivas
escaramuzas, pero lo hace con una intensidad emotiva y con una hondura
en los retratos individuales que contribuye a inyectar dignidad y
grandeza a la lucha colectiva.
Es una aproximación, en cualquier caso, de vocación
realista, muy diferente al acercamiento de carácter mítico, fabulador y
legendario que al año siguiente propone Manuel Gutiérrez Aragón cuando
rueda El corazón del bosque (1978), cuyos protagonistas no pueden ser
más significativos: el último maquis que sobrevive, aislado y casi como
una alimaña, en el interior del bosque, y el comisario político de su
propia organización que llega hasta el lugar para convencerle de que
abandone la lucha porque su combate ha dejado ya de tener sentido.
"El Andarín" por un lado, y Juan por otro
(interpretados respectivamente por Luis Politti y Norman Brisky, dos
actores argentinos) protagonizan así un viaje al interior frondoso de un
universo mítico (el bosque), donde se dan cita los últimos estertores de
la guerrilla, los cuentos de hadas, una fábula infantil ("si la zorra va
a higos..."), algunos elementos mágicos, la memoria biográfica de la
infancia del director y un cierto sustrato sexual de raíces casi
antropológicas, todo ello envuelto en una atmósfera encantada,
misteriosa y preñada de ciertos ribetes mágicos.
Esta conjunción heterogénea de factores hace que el
núcleo dramático de la película sera la leyenda de "El Andarín", pero no
tanto por adhesión al sentido de su lucha, sino por la adhesión de
carácter mítico que genera su supervivencia cuando el conjunto de la
guerrilla ha sido ya derrotada y cuando son sus propios compañeros los
que le buscan para retirarlo. Es la primera vez, por lo tanto, que el
cine español aborda el final histórico del maquis, con los esfuerzos
consiguientes del PCE por retirar a los últimos guerrilleros y con la
rebelión personal de algunos combatientes contra una decisión que les
viene impuesta y que ellos no comprenden.
Debe puntualizarse que la realización de la película
coincide en el tiempo con el debate interno y contemporáneo que se
produce en el interior del PCE cuando el regreso a España del núcleo
dirigente del partido, instalado anteriormente en Francia, creaba
tensiones y ciertos desajustes en las organizaciones sectoriales del
interior, a las que Manuel Gutiérrez Aragón había pertenecido hasta muy
poco antes. Ahora bien, El corazón del bosque no nace de ese referente
intrapartidista, sino que surge de la recuperación, por parte de su
director, de un significativo legado de sus vivencias y de su memoria
infantil, al igual que ocurría en El espíritu de la colmena, con Ángel
Fdez. Santos, respecto a la presencia del fugitivo.
De ahí también que la reconstrucción histórica se
encuentre filtrada aquí, al igual que ocurría en el film de Víctor
Erice, por una vibrante pátina lírica y elegíaca que libera las imágenes
de toda servidumbre realista. "El Andarín" es el referente alrededor del
que gira la vida de todos los personajes, pero su retrato no busca los
trazos realistas o las coordenadas históricas de su existencia, sino los
perfiles míticos de su leyenda como combatiente derrotado de una lucha
que ya no se libra, como el último resistente que sobrevive a costa de
convertirse en esclavo de sí mismo a pesar de que no representa ya
ninguna amenaza para nadie.
Más que la figura real del último maquis, a Gutiérrez
Aragón le interesa el cuento del traidor y del héroe, la historia del
viejo guerrillero y del joven militante que se enfrentan, cara a cara,
en una especie de ajuste de cuentas casi poético con la Historia. Cobra
así entera coherencia el hecho de que el protagonista-conductor del
relato sea el comisario comunista enviado por el PCE para convencer a
"El Andarín" de que abandone la lucha; es decir, el antihéroe retratado
en el proceso de toma de conciencia sobre su propia condición frente a
la dignidad derrotada del guerrillero.
La gran paradoja consiste en que, allá por la fecha
de 1952, el maquis verdadero se había convertido ya, efectivamente, en
lo más parecido a esa sombra de "El Andarín" que --dentro de la
película-- permanece sobre la pared de la montaña aún después de que
aquel abandone dicho escenario. Un maquis reducido, en definitiva, a la
huella inmaterial de un combate perdido o, si se quiere, a un mero
recuerdo fantasmal y casi imaginario, fantaseado por la memoria mítica
de quienes fueron niños en aquellos años de oscuridad y derrota.
Los días del pasado y El corazón del bosque integran
un díptico complementario altamente revelador. Podría decirse que una y
otra ofrecen, respectivamente, la memoria realista y la memoria mítica
del maquis, la reivindicación del sentido que tuvo aquella lucha y la
evocación de la huella legendaria que dejó tras sí. Todavía faltaban
nueve años, sin embargo, para que apareciera la primera película que
tiene por protagonistas absolutos y conductores del relato a los propios
guerrilleros: Luna de lobos, dirigida por Julio Sánchez Valdés en 1987.
Más cercano al registro de Mario Camus que al de
Gutiérrez Aragón, este film se centra en el itinerario de tres hombres
que huyen y luchan por las montañas de Riaño, en la provincia de León.
Es una trayectoria colectiva que se articula en cuatro tiempos y que va,
desde que se produce la caída del frente republicano del norte (otoño de
1937), pasando por el final de la guerra civil (primavera de 1939) y la
encrucijada de la segunda guerra mundial (invierno de 1943), hasta que
se estabiliza la dictadura tras el final de aquella (invierno de 1946),
cuando los escasos supervivientes de la guerrilla empiezan a intuir que
su combate ya no tiene futuro y que constituye, más que otra cosa, un
suicidio colectivo.
La lucha de un grupo de maquis, sus relaciones con
amigos y familiares, sus enfrentamientos con la guardia civil y sus
andanzas por los montes ocupan aquí --por primera vez-- la totalidad de
la narración. Escrita por el propio director en colaboración con Julio
Llamazares, la película quiere ser un recordatorio admirativo de los
hombres que se echaron al monte para librar aquel combate desesperado y
sin horizontes. Ninguna otra dimensión adicional permite enriquecer, sin
embargo, lo que aquí no pasa de ser una bienintencionada evocación
historicista, desprovista ya de las urgencias propias de la transición
política (ese sentimiento de necesidad que parecía latir bajo las
ficciones anteriores) y despojada también, quizás por ello mismo, del
espesor significante de aquellas.
Cinco años después, el actor Sancho Gracia
(intérprete bien conocido de Curro Jiménez) se convierte inesperadamente
en productor y director debutante para realizar una película (Huidos,
1992) cuyo relato se acerca de manera colateral al tema del maquis. Se
trata de una historia escrita por Carlos González Reigosa, y en ella se
cuentan las andanzas y penalidades de un grupo de fugitivos que, durante
la guerra civil, se ve atrapado en una situación-límite de persecución y
violencia.
La película contrapone las trayectorias respectivas
de dos personajes: el maduro anarquista Juan (interpretado por el propio
director), consciente de que la marcha de la Historia camina en su
contra, y el joven Marcial (Fernando Valverde), más impetuoso y rebelde,
pero menos preparado para la adversidad. Ahora bien, el formato elegido
aquí se acerca más, en todos los aspectos, al cine de aventuras que a la
indagación histórica, por lo que este título no pasa de ser una curiosa
rareza, un epígono provisional de escasa sustancia que no aporta apenas
nada relevante a la pequeña, y como se ve, más bien escasa filmografía
democrática sobre el tema en el que se centra este trabajo.
Parece claro, en cualquier caso, que --por ahora y a
la espera de nuevas aportaciones-- las aisladas películas interesadas
por el combate guerrillero distan mucho de llegar a configurar un género
propio y ni siquiera una tendencia más o menos regular de nuestra
cinematografía. La aventura simultáneamente heroica y suicida del
maquis, la lucha individual y la trastienda histórica que hicieron
posible semejante quimera permanecen, en consecuencia, como un enorme
vivero de historias, personajes y situaciones que sigue a la espera de
nuevos exploradores, de nuevas miradas capaces de encontrar en sus
entrañas el germen o el pretexto para la creación de renovadas
ficciones.
F I N
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