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Dulce Chacón parecía la mujer morena de Julio de
Torres. Era simpática, dulce como su nombre y lectora empedernida desde
niña. Su padre, poeta y político, le mostró de niña el misterio de la
poesía y su madre el embrujo de las palabras ajenas. Le crearon en casa
una atmósfera especial de pasión por la literatura. Madre de tres hijos,
la vida había empezado a sonreírle con el nuevo siglo, en concreto con
dos libros: “Cielos de barro” (Premio Azorín. Planeta, 2000) y con “La
voz dormida” (Alfaguara, 2002), uno de los libros del año que provocó el
estremecimiento de muchas mujeres. Si en ”Cielos de barro” narraba, con
una arquitectura narrativa compleja, la historia de un cortijo
extremeño, con un personaje como el alfarero que encarnaba el candor y
la pasión por la tierra y un crimen múltiple, en “La voz dormida” dio la
voz a muchas mujeres que habían sido las perdedoras y las silenciadas de
la Guerra Civil. La primera vez que la vimos fue en Santa Cruz de Moya,
en las jornadas de los maquis, con su hermana gemela: allí cautivó a un
público cómplice, fascinado por su valentía y su excepcional arte de
contar. Y el pasado año, en los IV Encuentros literarios de Albarracín,
volvió a exhibir su gracia, su encanto personal, su compromiso
incansable contra el olvido. Recordó que había trabajado cinco años
recogiendo testimonios y leyendo libros de historia, y habló de sus
pasiones literarias: Celan, Vallejo y Rilke, entre los poetas;
Llamazares, Hemingway, Landero y Saramago, entre los proyectos.
Radiante, con su cabello azabache al viento y el fraseo delicioso,
anunció que volvería este año para impartir un “Taller de la memoria”.
Alegre e ingeniosa, se hartó de firmar libros. Y dijo que su libro no
sólo era un homenaje, sino un intento de deshacer un equívoco nacional:
una cosa es la reconciliación y otra la conspiración del silencio. Hace
unos días, tres semanas quizá, recibimos un correo demoledor del
fotógrafo José María Azkárraga: “Se nos muerte, Dulce Chacón. Tiene un
cáncer de páncreas”. La muerte fue fulminante pero la llama de su
palabra se nos ha quedado a muchos encendida en la mirada, turbia de
lágrimas.
Antón Castro
Publicado en
Heraldo de Aragón, viernes 5 de diciembre de 2003.
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