El conflicto de las dos Españas no terminó al acabar
la guerra civil española. No termina con el famoso parte del primero de
abril, Cautivo y desarmado el ejército rojo. Ni en las cárceles
franquistas, donde miles de republicanos fueron sometidos a torturas, y
muchos de ellos encontraron la muerte.
Ni siquiera termina cuando el Maquis se retira de los
montes españoles y abandona las armas, o con el pueblo vencido, la
represión y la barbarie sistemática de una política de tierra quemada
que buscaba la aniquilación del espíritu de la República. El conflicto
de las dos Españas no ha terminado.
Terminará cuando pueda hablarse del conflicto.
Terminará cuando no haya ni una sola persona que necesite bajar la voz
para contar su historia. Los que perdieron la guerra fueron condenados
al silencio, impuesto por la dictadura y consensuado por la democracia.
Y esa condena conserva aún el eco del miedo a hablar.
Cuando empecé a documentarme para mi nueva novela,
visité a una mujer que me pidió que no mencionara su nombre, ni el
nombre de su pueblo. Me habló en voz baja. Miró con desconfianza la
grabadora que puse sobre la mesa y, aunque me dio permiso para usarla,
bajó aún más la voz y me rogó que cerrara la ventana. Era el mes de
agosto del año 2000, hacía calor. Pero yo cerré la ventana.
Aquella anciana de 82 años aún temía que la vecindad
recordara su historia. El eco del miedo. Y una voz que requiere un
ambiente clandestino para contar las vejaciones sufridas a causa de una
sonrisa. Ella había recibido una fotografía de su ahijado de guerra. Se
la mostró a una amiga ante el estanco. Sonrieron las dos.
Tenían 20 años y el joven era apuesto. Pero fue un
día después de la toma de Teruel por el ejército republicano. La
estanquera pensó que sonreían por la victoria. Y las dos fueron
detenidas, por celebrarla. Les hicieron beber un litro de aceite de
ricino. Después de tres meses, al ser liberadas, las obligaron a fregar
a diario el suelo de la iglesia, con sus propios cubos y sus propias
bayetas. A su padre le hacían barrer las calles del pueblo.
No es fácil ser testigo del dolor que sienten los que
guardaron silencio, los que buscan un lugar apropiado para hablar, como
Enrique, con el que contacté a través de una amiga y no quiso darme su
dirección ni su teléfono, y me contó que a su padre lo fusilaron en el
36, y que su madre estaba embarazada cuando se los llevaron a los dos, a
ella la fusilaron también, pero le concedieron la gracia de esperar a
que naciera su hija y de amamantarla durante tres meses antes de
llevarla al paredón.
No es fácil ser testigo de las lágrimas de los que
aún se esconden para llorar, como Elvira, que quiso venir a mi casa
porque a sus hijos les duele su llanto, y me contó que su padre cayó en
el frente de Guadalajara y que supieron que había muerto cuando alguien
les envió su maleta. Una maleta con la ropa de su padre, esa es la única
constancia que han tenido de su muerte. No son fáciles las lágrimas de
Elvira. Su madre luchó en la clandestinidad. Fue apresada, torturada y
encarcelada. Murió a los quince días de salir de la prisión.
Remedios Montero y Florián García saben que la
condena del silencio comenzó a romperse después de un tiempo
excesivamente largo, cuando los historiadores pudieron consultar los
archivos, recabar testimonios, esclarecer las sombras que los vencedores
extendieron sobre la memoria. Estos dos guerrilleros de la Agrupación
Guerrillera de Levante y Aragón recuerdan con cariño y amargura a sus
compañeros caídos en el Maquis, y el llanto se convierte en homenaje a
los que buscaban una España mejor. Y Remedios llora.
Celia en la guerrilla, rinde sus lágrimas a su madre,
que fue obligada a presenciar las palizas que le daban a su padre. Ante
sus ojos, a golpes, le rompieron un brazo y una pierna. La madre de Reme
murió a los dos meses. No pudo soportarlo, dice Reme. Y su padre y sus
dos hermanos se echaron al monte en cuanto tuvieron oportunidad, para
salvar la vida; y Reme también, dos años estuvo en la guerrilla, y se
llamó Celia. Durante su estancia en el monte mataron a su padre, y a sus
dos hermanos. Al mayor lo mataron en Cuenca; los guardias civiles le
estaban esperando en la puerta de San Antón. Cayó herido, y para que no
le cogieran con vida siguió disparando hasta que le lanzaron una bomba y
le destrozaron.
Reme no sabe dónde enterraron los restos que
recogieron con pala. Tampoco sabe dónde enterraron a su hermano pequeño.
Tenía dieciséis años cuando le tendieron una trampa al ir a buscar
provisiones para el maquis. Guardias civiles disfrazados de paisanos le
esperaban, y cuando se agachó para meter la comida en un macuto, le
agredieron a hachazos por la espalda; herido lo llevaron al campamento
que Reme y su padre acababan de abandonar, y allí lo remataron a tiros.
Y Reme llora al contarlo, como lloraba su padre cuando esperaba a su
hijo sabiendo que no volvería. Unos meses después, su padre murió en un
enfrentamiento con la benemérita.
Cayó al río al morir. Lo dejaron en el agua durante
toda la noche y después lo llevaron a Mira, el pueblo donde vivía la
hermana mayor de Reme. Se lo mostraron tendido en el suelo para que lo
reconociera. Ella era consciente de la represión que sufrían los
familiares de los guerrilleros y negó que aquel cadáver hinchado fuera
su padre. Pero no pudo aguantar las patadas que le dieron, volviéndolo
de un lado y de otro, y pidió que detuvieran los golpes. Reconoció a su
padre. Pero no le entregaron el cuerpo. No le permitieron darle
sepultura. Lo arrojaron a una fosa, fuera de las tapias del cementerio.
El dolor de Reme se convierte en rabia cuando cuenta
su detención y su tortura. Rabia, dice que sentía cuando le
administraban corrientes, cuando sentía las astillas en las uñas, cuando
la obligaban a arrodillarse en una tabla llena de garbanzos, sal y
arroz, y los garbanzos le perforaban las rodillas; y se desmayaba, y la
despertaban con cubos de agua. La rabia, dice, le ayudó a soportar las
torturas durante veinte días. Veinte días viendo cómo los torturadores
se quitaban las chaquetas y se remangaban las mangas, como los
carniceros al desollar a los animales, añade Reme con rabia. Rabia, pero
también solidaridad, y amor por sus camaradas, que sufrirían del mismo
modo si ella los delataba.
Amor también por sus compañeras de cárcel, y
solidaridad, durante diez años, cinco a la espera de ser juzgada y cinco
condenada por bandolerismo a mano armada. Y amor por Florián García, El
Peque cuando se conocieron en la guerrilla, El Grande bautizado en
Praga, donde volvieron a encontrarse, después de diez años creyendo los
dos que el otro había muerto.
La guerrillera se casó con el guerrillero, porque
también hay finales felices. Y vivieron en Praga. Pero no tuvieron
hijos, porque a Reme le habían destrozado la matriz en los
interrogatorios. Florián consiguió el pasaporte en el año 1978, hasta
entonces no pudieron regresar a España, donde viven, en Valencia. Yo les
visité en su casa, y me cantaron los dos el himno guerrillero, mirándose
el uno al otro, con las manos enlazadas, emocionados, sin pudor ante una
emoción que también ha sido silenciada durante un tiempo doloroso y
largo.
Con emoción, habla Florián de la guerrilla, y
comienza diciendo que los enlaces tienen más mérito, los puntos de
apoyo, especialmente las mujeres, y a pesar de que muchas de ellas no
tenían conciencia política, murieron por negarse a rebelar el lugar de
la estafeta. Seis años estuvo Florián, El Peque, al mando del sector
número 11 de la Agrupación. Seis años, del 46 al 52, durmiendo con la
ropa puesta y el fusil colgando del cuello.
Seis años lavándose a hurtadillas en el río, en
invierno y en verano. Y cuenta sonriendo que la primera vez que durmió
en una cama, cuando abandonó la lucha armada y se marchó a Francia para
ponerse a disposición del Partido, rechazó el pijama que le ofrecían
porque deseaba sentir el roce y la suavidad de unas sábanas. Se desnudó
por primera vez en seis años. Sonríe Florián. Siempre sonríe.
Aunque tuerce el gesto al afirmar que fue un error
permanecer en el maquis después de 1948, cuando ya estaba claro que las
potencias democráticas no iban a liberar a España del fascismo, como se
creyó hasta que terminó la Segunda Guerra Mundial. Y tuerce el gesto
también cuando asegura que la izquierda española les condenó al silencio
con el Pacto de la Moncloa. A Reme y a Florián les duele el silencio de
la derecha, pero lo entienden, el de la izquierda les duele más, y no lo
entienden.
Florián ha sido testigo de mucho dolor. Estuvo en
Alicante, en el puerto, los últimos días de la guerra, cuando más de
50.000 republicanos esperaban ser evacuados por Naciones Unidas. Pero
los barcos prometidos nunca llegaron. Y Florián fue testigo de la
desesperación de los que optaron por el suicidio, allí mismo, en el
instante en el que oyeron que el Caudillo rechazaba la mediación de
potencias extranjeras y ofrecía magnanimidad y perdón a los que no
tuvieran manchadas las manos de sangre. Florián estuvo allí.
Y fue conducido con los demás al Campo de los
Almendros, donde el hambre señoreó de tal manera que hasta las hojas y
las flores de los almendros sirvieron de alimento. Después lo
trasladaron al Campo de Albatera, allí les daban cada día una lata de
sardina y una ración de pan para dos, muchos detenidos caían muertos
durante la formación.
La historia de Florián y Reme es una historia de
lucha clandestina, pero también es una historia de amor. Llegaron del
sufrimiento al amor, asegura ella, y siguen queriéndose como el primer
día. Y sonríe al decirlo. Y sonríe también al contar que ahora les
reconocen en la calle y les abrazan llorando, emocionados, porque
también hay gente que no ha perdido la memoria, o que la está
recuperando, porque es preciso luchar contra el olvido. Y ha sido larga
la tregua.
Contra el olvido, contra el silencio, luchan también
los historiadores, y son muchos, Secundino Serrano, Julián Chaves, José
María Lama, Francisco Moreno Gómez, Rosario Ruiz, Benito Díaz Díaz,
Matilde Eiroa, Nigel Townson, y muchos más, Mary Nash, Giuliana di Febo,
investigadores que están rescatando la historia secuestrada, las voces
que estuvieron obligadas a un sueño triste y largo.
Y es así, contra el olvido, como escribe Fernanda
Romeu Alfaro, autora de “El silencio roto” y de “Más allá de la Utopía:
Perfil histórico de la Agrupación Guerrillera de Levante”. España es un
país de desmemoria total, afirma, tanto la guerra como la dictadura son
temas incómodos, que suscitan situaciones violentas, y es mejor
silenciarlos; en cuanto a las mujeres antifranquistas, el silencio ha
sido completo; ya es hora de que las mujeres hablemos de la historia de
las mujeres. Porque, a pesar del título de su obra sobre las mujeres
contra el fascismo, el silencio no se ha roto. Aún quedan muchas voces
dormidas, y aún queda gente que baja el tono de voz para hablar, y
necesita cerrar las ventanas.
La experiencia de Fernanda Romeu, que empezó a
investigar hace más de veinte años, y ha recogido numerosos testimonios
orales, le señala que persiste el miedo, especialmente en las zonas
rurales, donde aún hay vecinos que se señalan unos a otros con el dedo.
El eco del miedo. Ella lo observó durante una entrevista en un pueblo de
Asturias. Una mujer, niña en la guerra, le contaba que a su madre la
colgaron de los pies para obligarla a hablar, también a su abuela la
interrogaron brutalmente. La mujer asturiana y Fernanda estaban sentadas
junto a una ventana abierta, un hombre pasó por la calle y la mujer bajó
la voz. Ese que acaba de pasar es un fascista de los que delató a mi
familia, dijo señalando la ventana.
Miedo. Más de sesenta años han pasado, y aún hay
gente que teme a las ventanas. Miedo. Y el conflicto de las dos Españas.
El miedo se tenía que haber acabado cuando acabó la guerra, dice la
protagonista de mi novela, inspirada en una mujer de ojos azulísimos que
entrevisté en Córdoba, hace ahora exactamente cuatro años. Josefa
Patiño, la cordobesa de ojos azulísimos, Pepita, conoció a su marido en
la cárcel. Él había sido condenado a veinte años, había cumplido ya seis
años de condena. Ella iba a visitar a su tío, y él la veía en el
locutorio a través de dos alambradas.
¿Tiene novio tu sobrina?, le preguntó a su compañero.
No tenía novio, y cuando Jaime Coello salió de prisión con un indulto
comenzó a cortejarla. Buscó a Pepita. Y la encontró cuando se dirigía
con unas amigas a la Fuensanta, la fuente donde las mozas casaderas
pedían un novio a la virgen. Tú no vayas a la Fuensanta, le dijo, que a
ti no te va a hacer falta. Ella tenía 19 años. No sabía entonces que en
su vigésimo cumpleaños estaría prometida con Jaime, ni que él estaría en
la cárcel los 17 años que duraría su noviazgo. Seis meses pasó Jaime en
libertad junto a Pepita.
Y volvió a ser detenido. Volvió a ser juzgado por un
tribunal militar, bajo la acusación de ayuda a la rebelión, una de las
grandes paradojas de los juicios sumarísimos que celebraron los que
vencieron rebelándose contra la República: acusar de rebelión a los que
defendieron un gobierno legítimo. Jaime Coello, como tantos otros, fue
víctima de esa falacia.
Le condenaron a veinte años y un día, sin posibilidad
de indulto, y fue trasladado a la Prisión Central de Burgos. Pepita no
tenía entonces ninguna formación política, pero aún así, año tras año,
en las visitas que realizaba a la prisión, colaboró como enlace de la
guerrilla. Jaime le entregaba los mensajes que ella debía llevar,
ocultos en el interior de un pequeño compartimiento de las cajitas de
madera que hacían los presos en el taller de la prisión y que sus
mujeres rifaban en las calles.
Ella los llevaba a Córdoba, los escondía en el fondo
de una lechera, y los entregaba a los hombres del monte. Lo hacía por
amor. Pero lo hacía con miedo. Y con miedo acudía una vez al año a
Burgos, después de ahorrar durante doce meses para pagarse el viaje y
comprar comida para Jaime. Miedo, porque nunca sabía si la dejarían
entrar. No estaba casada. No era la esposa de un preso. No tenía derecho
a visitas. Y más de una vez le impidieron entrar. Y se volvió sin verle,
dejando para él en paquetería un cordero asado, cuando ella había comido
una morcilla de Burgos cruda, porque no sabía que era preciso freírla.
Entonces decidieron casarse, por poderes, pero el Arzobispado les negó
el sacramento alegando que el novio era comunista. Miedo. Porque el
dolor de las guerras debe acabarse cuando acaban las guerras. Miedo.
Durante diecisiete años, fingiendo ser la esposa
oficial, temiendo que la puerta de la prisión permaneciera cerrada para
ella. Pero tuvieron suerte, murió el Papa Juan XXIII, y el Gobierno
decidió dar un indulto amplio, que incluía a todos los presos cuyas
condenas no hubieran sido conmutadas por la pena de muerte. Jaime
cumplió, en total, veintitrés años de cárcel. Pepita le visitó en Burgos
durante los últimos diecisiete, y fue a esperarle a la estación el día
de su libertad, y esa misma tarde, en Madrid, los casó un cura que se
llamaba Abundio.
Ella tenía treinta y seis años. El novio la había
besado apenas tres veces, tres besos mal dados, dice Pepita, durante los
seis meses que vivieron su noviazgo en libertad, cuando ella tenía
diecinueve años. Jaime continuó militando en el Partido Comunista hasta
su muerte. Pepita se afilió cuando lo legalizaron, porque Jaime ya había
muerto y no podía votar. Se afilió, para votar por él. Y el día de la
legalización del PC, ella y los camaradas de Jaime acudieron al
cementerio y depositaron una bandera roja sobre su tumba. Ahora Pepita
está nerviosa.
Sabe que parte de mi novela está inspirada en su
historia de amor. Y me da las gracias, porque Jaime y ella vuelven a
estar juntos, dice. Está nerviosa. Y cuando el fotógrafo que cubrió mi
reportaje para El País señaló el patio de su casa como un buen lugar
para la primera fotografía, ella le pidió que se la hiciera dentro. Y se
colocó al lado de un retrato de Jaime, para salir juntos en el
periódico.
Historia de amor. Historias de los protagonistas de
la Historia que amaron y sufrieron para que hoy podamos contar la
historia. Para que hoy Pepita esté nerviosa. Nerviosa, y emocionada,
porque Jaime y Pepita vuelven a estar juntos. La emoción me ha
acompañado durante los últimos cuatro años, mientras buscaba
documentación para la historia que quería contar. La historia de los que
perdieron mucho más que la guerra. La historia de los que me han
regalado sus recuerdos con una generosidad extrema, como Pinto, Gerardo
Antón, un guerrillero de la Agrupación Guerrillera de Extremadura y
Centro, que me contó su lucha en la guerrilla, su huida a Francia, su
exilio en París.
La historia de El Rubio, de El Comandante Ríos, de
Quico, de Esperanza y de tantos otros que han asumido las atrocidades
cometidas por el bando republicano durante la guerra, y han visto
silenciar las sufridas por ellos durante, y después, de la guerra.
Porque España es un país de personas brutales, como afirma la compañera
de un dirigente comunista que me pide que no escriba su nombre. Personas
brutales, dice, y no es extraño. Su compañero fue torturado hasta quedar
inválido, paralizado completamente, necesitaba ayuda hasta para fumar.
Cuando le aplicaban las corrientes, sus últimas
palabras fueron: Físicamente me habéis destruido, pero moralmente soy
invulnerable. Incapaz de moverse, fue llevado al paredón por dos
compañeros, en volandas, el 2 de octubre de 1942. Un asesinato legal,
afirma ella, como tantos otros. Esta mujer compartió celda con Las Trece
Rosas en Ventas, la prisión de Madrid construida por Victoria Kent para
albergar a quinientas presas y que llegó a acoger a once mil.
Ella tenía veintiún años cuando ingresó en Ventas, el
21 de abril de 1939. En una celda individual vivían once mujeres. Las
presas dormían sobre petates en el suelo, en las escaleras, en los
pasillos, en los retretes. Sólo había camas en la enfermería. No había
agua. Los depósitos estaban preparados para suministrar a quinientas
personas, al igual que las cocinas, que no podían abastecer el exceso de
bocas hambrientas y suministraban un plato de rancho cada veinticuatro
horas.
La institución penitenciaria era un auténtico almacén
de mujeres, y podían morirse en sus petates sin que nadie se diera
cuenta. Esta mujer estuvo cinco meses recluida en Ventas, y asegura que
ese tiempo fue peor que los diez años de prisión que sufrió en otras
cárceles. Recuerda con horror ese desastre. Recuerda con horror que
había mujeres que llegaban a Ventas con penas de muerte sin saber que
llegaban condenadas. No habían entendido nada en el juicio. Nada.
Así fue hasta la llegada de Matilde Landa, que
organizó la oficina de penadas. Y recuerda con horror la madrugada del 5
de agosto de 1939, la palidez de la funcionaria que llamó a las trece
menores condenadas en un expediente que sumaba sesenta penas de muerte,
sesenta jóvenes que pertenecían a las Juventudes Socialistas Unificadas.
Las jóvenes habían pedido que las fusilaran junto a
sus compañeros, querían despedirse en el paredón, pero no se lo
permitieron. A ellos los fusilaron media hora antes que a ellas. Cuando
la funcionaria fue a buscar a las trece menores, conocidas después como
Las Trece Rosas debido a un poema que escribió una de sus compañeras de
celda, la mujer que no quiere que escriba su nombre estaba con ellas.
Recuerda que Blanca Brisac se cortó la trenza.
Recuerda que Anita López Gallego dejó sin terminar
unas tapas de libros; sus compañeras las acabaron y se las enviaron a la
familia. Y sabe que Julia Conesa escribió una carta y la acabó pidiendo
que su nombre no se borrara en la historia. Y sabe que cuando el hijo de
Blanca Brisac fue a recoger las cosas de su madre, se extrañó de que
faltara un vestido y después de hacerlo notar exclamó: ¡Ah, lo llevaría
puesto!.
Las compañeras de Las Trece Rosas oyeron los tiros de
gracia en la cárcel de Ventas, que llegaban nítidos desde el cementerio
del Este. Los oían, al alba, y los contaban a diario para saber cuántos
caían frente al piquete. La madrugada del día 2 de octubre de 1942, la
compañera del dirigente comunista paralizado en la tortura estaba de
nuevo en Ventas, detenida por segunda vez. Ella sabía que su compañero y
otro camarada iban a ser fusilados. Pero oyó tres disparos.
No es él, pensó, no es él. Poco después le dijeron
que aprovecharon el viaje para llevar a otro condenado. Era él. Lo
enterraron en una fosa común. Nunca ha recuperado el cadáver. Y ella lo
cuenta con horror. Pero hablar me sirve, dice, para recordar a mis
muertos, para revivirlos. El amor sobrevivió a la locura. Y esta mujer
de ochenta y cuatro años me muestra una pequeña fotografía, donde
aparece ella, bellísima, con gafas de montura de concha típicas de los
años cuarenta.
Así era yo, cuando se enamoró de mí, susurra mientras
sonríe pícara. Y contempla la tarde soleada al acompañarme hasta la
puerta de su casa. Después de sesenta años, aún pienso: ¡cómo le
gustaría este día!, me dice.
Amor frente al horror. El horror de la guerra debía
haber acabado con la guerra. Pero no fue así. La historia de Manolita
del Arco lo demuestra. Dieciocho años recluida en distintas cárceles
franquistas. Delito contra la seguridad del Estado, organización
clandestina del Partido Comunista. Su función consistía en repartir
propaganda, comenzó a trabajar para el Partido durante la guerra, tenía
dieciséis años. Pertenecía al Socorro Rojo. Ella asumió desde joven que
pertenecer al Partido y trabajar en la clandestinidad suponía correr un
peligro de muerte.
Y en efecto, la condenaron a muerte en 1943. Estuvo
cinco meses condenada a muerte, hasta que conmutaron la pena por treinta
años. Cinco meses, temiendo cada noche que una funcionaria pronunciara
su nombre y ordenara: ¡Que salga con la ropa puesta! A su marido también
le conmutaron la pena capital. Le conoció durante el juicio, en el
consejo de guerra donde los condenaron a muerte a los dos, se miraron,
se mandaron una nota, y después se enviaron muchas más.
Y cartas, de cárcel a cárcel, que engañaron a la
censura encabezando la misiva con Querida hermana, Querido hermano, ya
que sólo podían tener correspondencia con familiares directos. Una
relación que alimentó el amor entre ambos cuando la familia de él la
visitaba a ella, y la de ella a él. Después de dieciocho años sin
haberse visto ni una sola vez más Manolita alcanzó la libertad. Él había
salido unos meses antes, y la estaba esperando en la puerta de la
prisión. Y se casaron a los ocho días.
Ella tenía cuarenta y un años, y tuvo suerte, se
quedó embarazada dos veces. Un embarazo no llegó a término. Pero
tuvieron un hijo. Continuaron los dos militando en el Partido Comunista,
y él fue detenido de nuevo, sufrió veinticinco años de cárcel en total,
pero ninguno de los dos perdió nunca la dignidad, ni el orgullo de haber
participado en la lucha contra el fascismo. Dignidad y orgullo muestra
Manolita del Arco como seña de identidad al hablar de su marido, que
murió hace veinte años y compartió con ella tan solo seis años de
libertad.
Dignidad y orgullo descubrí en ella cuando me contó
que la detuvieron por primera vez con el golpe de Casado y yo le
pregunté: ¿Entonces, usted era comunista?, y ella levantó la barbilla,
irguió la espalda, me miró a los ojos, mantuvo mi mirada y contesto:
¡No! ¡Soy comunista!.
Dignidad y orgullo reclaman Reme y Florián. Dignidad,
la que han conservado durante los años de represión y durante la
crueldad del silencio en la democracia. Dignidad, que sólo será
totalmente reconocida cuando la izquierda haga su autocrítica, y cuando
la derecha pueda escuchar su historia sin responder con desprecio que
los rojos también fueron feroces, sin replicar con indiferencia, o en el
mejor de los casos con lástima, que son historias pasadas, y es mejor el
olvido.
Contra el olvido, escribimos muchos, para que el
nombre de Julia Conesa no se borre en la Historia, para que la dignidad
de los que han luchado y sufrido para que hoy vivamos en democracia
permanezca en nuestra memoria. Para que Libertad González, Libe, una de
las hijas del último alcalde republicano de Zafra, pueda pronunciar su
nombre completo sin que ello suponga que tenga que abandonar un colegio,
o un puesto de trabajo.
Para que nadie se arrogue el derecho de cambiarle el
nombre a otra persona, como le pasó a Libertad en el año 1947, cuando en
su partida de nacimiento añadieron al margen: Se acordó que el nombre de
la inscrita sea en lo sucesivo el de Rosario, expidiéndose en lo
sucesivo las certificaciones de este acta con el nombre de Rosario. Pero
Libertad González conservó la dignidad, y conservó el nombre. Ella
siempre se ha llamado Libe. Y conservó el recuerdo de su padre,
asesinado en el campo de concentración de Castuera en 1939.
José Gónzalez Barrero había sido un alcalde justo.
Impidió que los republicanos enardecidos ante la puerta de la Iglesia
del Rosario agredieran a los monjes. Salvó del linchamiento a los
nacionales más significativos encerrándolos en la Iglesia de Santa
Marina, y durante el alzamiento franquista no hubo ni un solo muerto en
Zafra. Aún así, fue asesinado al acabar la guerra por tres paisanos que
se jactaban luego por las calles de Zafra de haberlo enterrado boca
abajo, para que no saliera. Libertad lo cuenta con lágrimas en los ojos.
Ella tenía cinco años, y su madre le puso un lazo
negro en la cabeza, y la vistió de luto, a ella, y a sus hermanos. Y
cuenta que aún no saben dónde enterraron a su padre, y que su madre
comenzó una peregrinación en busca de noticias de su marido
inmediatamente después de saber que estaba muerto. Nada supo de él. Y no
tuvo el reconocimiento de viudedad hasta pasados treinta y nueve años,
el día 11 de marzo de 1980 consigue un certificado de defunción de José
González Barrero, donde consta como causa de la muerte: muerte violenta
por acción directa del hombre como consecuencia guerra civil.
Este certificado fue expedido en Castuera como
testifical, mediante la intervención de testigos que afirman saber que
José González Barrero había muerto allí, a pesar de que en el
ayuntamiento de Castuera consta su fallecimiento desde el 21 de
septiembre de 1949, cuando se inscribe su defunción y se anota la causa
del óbito: Choque con la fuerza pública el 26 o 29 de abril de 1939.
Tipo de muerte: Fusilamiento. El 26, o el 29, ni siquiera saben la fecha
exacta, se queja Libertad, que acumula recuerdos de su padre, papeles,
cartas, fotografías, certificados, porque sabe que así conserva su
memoria. La memoria, como único homenaje.
La memoria que recupera ahora el pueblo de Zafra,
donde José Gónzalez Barrero da nombre a una residencia de ancianos y a
una plaza. Libertad vive muy cerca de esa plaza. Se asoma a la ventana y
ve la residencia, y el centro de la plaza, donde próximamente colocarán
un busto de José González Barrero. Desde su ventana, recupera la memoria
de una niña de tres años, cuando una madrugada, la del 7 de agosto de
1936, su padre levantó de la cama a toda la familia y en pijama los
llevó a Valencia del Ventoso. Y él marchó a Madrid. Y ya nunca volvieron
a verlo.
Julita Conesa pedía en su última carta que su nombre
no se borrara en la Historia. Una placa en memoria de las trece menores
recuerda su asesinato en el cementerio del Este. El nombre de una plaza
recuerda al último alcalde republicano de Zafra. Y son muchos los
reconocimientos públicos que reciben los guerrilleros españoles. Pero
otros, muchos otros, aún no han contado su historia. Aún no. Es preciso
que ahora, después de más de veinticinco años del fin de la dictadura,
desaparezca el eco del miedo. Es preciso que se abra la tierra, para que
muchos puedan recuperar a sus muertos, como ha ocurrido en el Bierzo y
en Laciana, las comarcas leonesas, como ocurrirá en Castuera.
Es preciso, para que la memoria sea un derecho, y no
un conflicto, para que los jóvenes de la Gavilla Verde, una asociación
que busca la recuperación de la memoria en Santa Cruz de Moya, no
encuentren obstáculos en su búsqueda. Es preciso, para que la Asociación
Jóvenes del Jerte continúe rastreando la historia del maquis en
Extremadura y organizando encuentros que se han convertido ya en foros
necesarios para reconstruir los hechos. Es preciso, porque aún no
conocemos la historia silenciada, la historia de los que perdieron la
voz después de perder la guerra, la historia de los protagonistas de la
Historia. Aún no.
Dulce Chacón.
Ponencia presentada en Seminarios La Memoria.
Organizados por la Residencia de Estudiantes y Fundación La Caixa.
Publicado en El País Semanal. Número 1353. Domingo 1
de Septiembre de 2002.
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