INVESTIGACIÓN Y COMPENSACIÓN: CAMPOS DE CONCENTRACIÓN, HISTORIOGRAFÍA Y USO PÚBLICO DE LA HISTORIA. 

IV JORNADAS EL MAQUIS EN SANTA CRUZ DE MOYA. CRÓNICA RURAL DE LA GUERRILLA ESPAÑOLA. MEMORIA HISTÓRICA VIVA.

EL 5º SECTOR DE LA AGL (Septiembre-1946/Enero-1947).

INVESTIGACIÓN Y COMPENSACIÓN: CAMPOS DE CONCENTRACIÓN, HISTORIOGRAFÍA Y USO PÚBLICO DE LA HISTORIA.

Javier Rodrigo.
Instituto Universitario Europeo.

Constituido el 5º Sector de la AGL en agosto de 1946, su zona de actuación se delimita en el entorno geográfico de la comarca de Requena. "Tomás", su primer jefe, cuenta a la sazón a partir de este momento con un grupo, el mismo que ya venía actuando durante el primer semestre del año, reforzado ahora con dos componentes del grupo de Los Maños: "Antonio" ("Julio" a partir de ahora) y "Ángel" o "Chaval" , que asumirá la jefatura teniendo como segundo a "Jalisco". A lo largo del semestre, sin embargo, el Sector se verá ampliado de manera significativa creándose tres nuevos grupos con los incorporados de Valencia, de Cuenca y los trasladados de sector. Los nuevos grupos estarán a cargo de "Barbero" ("Ventura"), de "Luis", y el cuarto, como brigada de choque, al mando de "Peñaranda". "Prudencio" en el mes de octubre pasa a residir en Valencia con el apodo de "Salvador" apoyando la labor de "Andrés" y coordinando la relación con los guerrilleros que se incorporan a la montaña como la del grupo de cazas de ciudad. "Andrés" en la ciudad procurará tener al día las necesidades de la guerrilla en el monte. Enlazará con "Grande" a través de "Pedro" y "El Francés"; con "Tomás" bien directamente o bien a través de "Bienvenido", a veces "Flores" y "Roberto", y con "El Maño" a través puntos de apoyo ubicados en Benicarló. Una de sus mayores ocupaciones será poner en pie el aparato de propaganda para lo cual se comprarán multicopistas tanto para la ciudad como para los diversos Sectores. Y se editará El Guerrillero siendo "Francisco", hermano de "Luis", y "Miguel" los encargados de su edición.

Debemos entender la represión de posguerra, el hecho represivo, como un todo global que abarca no sólo el fusilamiento, sino también el estraperlo; no sólo la prohibición de los partidos políticos, sino también la humillación sufrida por los vencidos en cárceles, campos de concentración y misas de domingo. Y los repartos de comida, la emigración del campo a la ciudad, la ideologización a través de las escuelas de varias generaciones de españolas, la represión sexual. Todo obedece a una lógica interna que el régimen, desde que sienta sus bases en la inmediata posguerra, está explotando y utilizando. El ya viejo y gastado debate sobre la naturaleza del régimen franquista ha de empezar por tanto a moverse, y así lo está haciendo en los últimos trabajos sobre la represión, desde el fascismo/fascistización/no fascismo, hasta interpretaciones de sesgo cultural y social, de vida cotidiana. Incitado por el hastío de una metodología histórica que comienza a agotarse por sí misma, y por el progresivo avance del paradigma historiográfico y de las necesidades culturales y sociales del mundo académico (y no sólo) español, cada vez más los estudios sobre la represión franquista comienzan a gravitar no sólo sobre el aspecto político de la naturaleza del régimen, sino que cada vez más se acercan a la realidad social; a lo que habremos de llamar naturaleza moral del régimen . Y entre estos temas que empiezan a surgir como claves para entender de manera global la España de la Guerra y la posguerra, destaca el de los campos de concentración. Sacar a la luz la historia de nuestros 104 campos estables (188 sumados a los provisionales) está levantando más de una ampolla, y es que hay a quien no le gusta que le revuelvan en las cloacas nacionales. Pero también está levantando, junto a otras cuestiones como la de las fosas comunes o la de las compensaciones económicas, una sed de historia que, hasta cierto punto, ha puesto contra las cuerdas los paradigmas sociopolíticos sobre los que se basó nuestro proceso de transición a la democracia.

Paulatinamente los estudios cuantitativos y/o políticos sobre la represión franquista están dejando paso al análisis de las que generalmente llamamos otras represiones, cuyo estudio está siendo aprovechado por esa creciente sed de memoria, pero que tiene origen, ante todo, en un creciente interés por desvelar en clave cultural el enorme entramado de delación, atenazamiento moral y privación de libertades que implicó la multifacial represión franquista. Y es que, a todos los niveles y en todas las escalas, la guerra civil (1936-39, si bien es estado de guerra se mantuvo hasta 1948; y ese no es un dato baladí) fue un proceso de apropiación nacional, de choque de identidades colectivas, de enfrentamiento de concepciones antagónicas no sólo del poder, también de la sociedad en su conjunto. Y tal hipostatización no ha podido quedar sino indeleblemente marcada en el imaginario colectivo y en la articulación simbólica de la realidad. La violencia y la represión alcanzaron todos los pueblos, todas las provincias, todas las comarcas. Y eso podemos comprobarlo en el tema que presentamos aquí de forma sucinta, el de los campos de concentración para prisioneros de guerra, que va irremediablemente acompañado del uso de su mano de obra como "esclavos" del franquismo, y también al del uso presente de la Historia.

La multiplicación de comunidades autónomas que han propuesto la compensación económica a los presos y prisioneros del franquismo (la última en incorporarse, Euskadi) ha supuesto un reto en lo epistemológico y en lo práctico a la historiografía, tan poco pródiga a veces en difusión extra-académica. Sin embargo, no puede decirse que se haya respondido a este reto de manera suficientemente útil. En primer lugar, porque algunas de las carencias de base de ese uso actual (en medios de comunicación, en la administración) de la historia de la violencia franquista es compartido también por la profesión académica. Por ejemplo, el generalizado desconocimiento de algunas de las fuentes documentales para reconstruir este tipo de cuestiones. Por ello, en primer lugar es necesario dejar en claro cuáles son las fuentes directas sobre las que se basa este intercambio academia-sociedad. El fondo documental para estudiar los campos de concentración franquistas se halla en los archivos militares: básicamente, el Archivo General Militar de Ávila (AGMA), y en Archivo General Militar de Guadalajara (AGMG). Sobre todo en el primero, donde poco a poco está estructurándose el que habrá de ser el archivo fundamental de fuentes militares para la Guerra Civil Española, se hallan los restos -buena parte, para qué seguir negándolo, ha desaparecido o ha sido destruida: un ejemplo palmario de ello es el campo de Lavacolla, del que sólo aparece una referencia nominal en un documento marginal- del sistema de campos, de su organización y burocracia. En el segundo, a su vez, se encuentran las referencias personales unidas por la Comisión Liquidadora de la Jefatura de campos de concentración; esto es, las largamente buscadas fichas para atestiguar el paso de un prisionero por campos o batallones de trabajadores. Los documentos, en definitiva, que demuestran la "privación de libertad" a la que se hace referencia en las disposiciones de las comunidades autónomas para el cobro de compensaciones económicas.

La información que dan los expedientes personales unidos por la Comisión Liquidadora, y que se encuentran en Guadalajara, es casi inabarcable; no por ello se debe dejar de lado a la hora de reconstruir la historia concentracionaria española, ya que algunos casos de prisioneros revelan un mundo de malos tratos, condiciones casi vejatorias, y trabajos forzados, que no aflora jamás en los papeles oficiales. Un ejemplo es el del soldado trabajador Pedro Robles Clemente, madrileño nacido en 1918, quien firma con letra refinada -muchos prisioneros firman de maneras típicas de cuasi analfabetos-, voluntario en el frente, evadido del Batallón Disciplinario de Soldados Trabajadores Penados -donde se hacía la llamada "mili con Franco"- n. 1 (Puerto Bolonia, Tarifa), y fallecido en el Hospital Militar de Algeciras a consecuencia de uremia el 28 de diciembre del 41, a la edad de 23 años, estando entonces en la Compañía de Castigo del Batallón n. 41 por causa de deserción y robo, habiendo ingresado allí el 26 de noviembre de 1941. La uremia, como puede verse en cualquier enciclopedia, puede deberse a causas cuales la vejez , la deshidratación o los golpes en la zona renal. No es difícil intuir que nadie muere de vejez a los 23 años, y que los golpes recibidos en una Compañía de Castigo podían ser tan crueles como la deshidratación producida durante el trabajo. Una de tantas muertes, de las que la documentación oficial da cuenta raramente, en los campos de concentración y el sistema penitenciario para los prisioneros de guerra.

No obstante, no sólo la investigación se ve beneficiada por la yuxtaposición de material organizativo y personal de prisioneros en campos y batallones. Como señalábamos, tanto la reconstrucción histórica como las peticiones de compensación económica han abierto la caja de los truenos y levantado la tapa de una historia acallada por la dictadura y su peculiar construcción identitaria: una identidad que primero exaltó la violencia, luego la instrumentalizó y por fin, trató de cubrirla. Y es que esa violencia era "sanadora", redentora. Devolvía al redil a cuantos habían subvertido o tratado de subvertir el orden y el statu quo tradicional en los años Treinta. Una violencia política, física, simbólica, atenazadora de cualquier disidencia real o potencial. Cuantos más estudios se añaden al corpus existente, más se evidencia la naturaleza última del régimen implantado por Franco durante y tras la guerra civil: la de la inmisericordia y la exclusión de los vencidos . Gracias a la experiencia de la guerra civil y el asesinato, ostracismo o repudio de los líderes políticos y de pensamiento, podía ser ahora, con el tiempo que daba la victoria total y la connivencia con las potencias autoritarias europeas, ese Mal reeducado, recristianizado y reaprovechado. La historiografía sobre la represión franquista ha alcanzado un grado de madurez que permite -sin existir aún trabajos empíricos para todo el territorio español- la síntesis, como modo de decantar de los existentes las líneas interpretativas que rigen el estudio de la realidad represiva franquista. Ya no se apunta tanto a la necesidad de conocer las "cifras exactas" tan pregonadas por los voceras de la historiografía profranquista, sino que se prefiere el estudio cualitativo, sociológico, de la represión física, moral, económica, cultural, que desarrolló la dictadura desde sus orígenes de golpe de Estado, así como de sus consecuencias. Tal cambio de perspectiva permite analizar en clave de imposición violenta la represión caliente desencadenada por el golpe de julio de 1936, el "reajuste de cuentas" que dejó tantas cunetas ensangrentadas y tantos desaparecidos y que se trató de dominar a principios de 1937, fallido el golpe de Estado. Tanto se dominó y racionalizó la violencia, que del calor del 36 se pasó a la frialdad calculadora de 1937, dominante en toda la guerra (con los campos de concentración, las cárceles, las leyes represivas) y su posguerra hasta la culminación de la derrota y fin de la resistencia armada, sin perder por ello su razón de ser fundamental, articulando tribunales y estableciendo redes sociales de colaboración con los militares y civiles implicados en la represión de los republicanos, como nos enseña Conxita Mir desde sus trabajos en la justicia ordinaria. Dicha razón de ser fue la exclusión y la inmisericordia para con los vencidos en la guerra y en la "paz".

Valga un ejemplo: revisando las dinámicas de actuación y represión habituales en el funcionamiento de los campos franquistas, hallamos que, por mucho la red concentracionaria no se planease como medida en la escala local y regional, la red coercitiva que los campos implicaban se extendió hacia cada pueblo y cada región. Y lo hizo a través de la que era una de sus misiones primigenias, junto con las de reeducar y reaprovechar a los prisioneros de guerra: la clasificación. Para la realización de las depuraciones militares y político-sociales e ideológicas la costumbre desde marzo de 1937 fue la de solicitar a los pueblos y ciudades de origen de los prisioneros internados ilegalmente en los campos una serie de avales para garantizar la pertenencia de los mismos al modelo ideológico y moral del Alzamiento. Las peticiones de avales sobre los prisioneros internados en los campos franquistas fue así el modo en que la administración militar reafirmó a escala local cuáles eran los poderes básicos sobre los que se sustentaba. Clero, fuerzas coactivas -policía o guardia civil- y partido fascista -jefes locales o alcaldes-, e incluso a veces el señorito de turno, sirvieron en un tiempo próspero para la acusación y la delación como catalizadores locales de la imparable fuerza coactiva que campaba a sus anchas por el territorio liberado. "Por sus callejas de polvo y piedra, por no pasar ni pasó la guerra", cantaba Serrat, refiriéndose a tantos pueblos donde, en teoría, "no pasó nada" durante la confrontación. Al menos esa es la opinión de muchas personas que vivieron en el Aragón rural respecto a sus pueblos de origen. Mas, ¿en qué pueblo no murió nadie durante 1936-39, en la localidad o en el frente? ¿Qué pueblo no tuvo a sus hijos en el frente republicano, en el nacional, o en los dos? ¿Sabían los familiares de los prisioneros republicanos que su alcalde, su párroco o su guardia civil determinaba la suerte del hijo en unas escuetas líneas de acusación o descargo? Los espacios familiares y de sociabilidad no podían quedar fuera del control de un Estado que se pretendía totalitario y clerical y que por tanto vedaba la transgresión moral imponiendo sus propios criterios de valores, tradicionales pero también permeables, basándose en la jerarquía social nacida del Primero de abril -o si se prefiere, los valores del 18 de julio-.

No fueron, por tanto, concebidos los campos un elemento de uso represivo local ni regional. Hubo gallegos en los campos de Galicia, al igual que los hubo en Miranda de Ebro, San Pedro de Cardeña, Castuera, Estella o Deusto. Lo que interesa saber, en este caso, es el grado de interactuación entre los habitantes de los lugares donde había campos de concentración y sus indeseados pobladores. Interactuación que podía, claro está, ser directa o simbólica. Directa, puesto que en muchos centros (como Cedeira, donde algunas viudas mandaban mensajes a los prisioneros con las ropas tendidas en lontananza, según códigos que ellos conocían previamente) hallamos referencias a contactos con la población civil, con mujeres que intentan pasar mendrugos de pan o lavar las ropas de los prisioneros -lugareñas o esposas y familiares: el concepto "esposa de prisionero" o "de preso" adquirió casi un status político diferenciado en España- o con capataces y jefes de obra que, a través de las alcaldías, utilizaban la mano de obra de los prisioneros. Y simbólica, pues no cabe duda que tal contacto hubo de suponer un medio de coerción para, de manera ejemplar, eliminar cualquier viso de disidencia política, ideológica o moral a los valores del Movimiento. El paradigma de la exclusión es el principio de inteligibilidad básico para entender la enorme maquinaria represiva que puso en marcha el estado de Franco, siempre persiguiendo su principal objetivo, el de durar.

Duró el régimen; y duró también el sistema de internamiento y trabajo forzoso establecido para reeducar al Mal con mayúscula de la Nación. De los campos salían los batallones de trabajadores; de las cárceles, las Colonias Penitenciarias Militarizadas. Éstas tuvieron penados hasta 1946. Catorce años después se solicitaría el cambio de nombre del Servicio (concretamente Penitenciarias Militarizadas), ya que según decía su responsable, "no parece justificado y puede hacer creer en la existencia en España de un Organismo Oficial que emplea penados en sus trabajos en régimen de esclavitud". Esta última parte se rodeó a lápiz en alguna instancia oficial y, escrito encima, se puso un enorme "no". Siendo un documento oficial, no podía hacerse ver que antes, cuando sí había penados, éstos eran auténticos esclavos.

La actualidad y las polémicas generadas por asuntos como estos, donde progresivamente se ratifican las intuiciones de la historiografía en cuanto a los porqués de la larga duración de la dictadura de Franco, se asumen aquí como necesaria fuente de discusión e intercambio; debate donde la historiografía profesional se ha impuesto como el referente a seguir, normalizando y dotando de rigor el estudio de un pasado cada vez menos oculto. La justicia de Franco, con sus leyes represivas, sus delaciones, sus cárceles, sus campos de concentración, no es ya parte de una memoria escondida ni de un inútil pacto de silencio. La historiografía, nos recuerda Casanova, ha ayudado a levantar las tapas de las cloacas de la dictadura; unas cloacas llenas de muertos y procesiones, de imposición, en definitiva, de una dictadura que por cambiante nunca renunció a su poso coercitivo. En evidenciarlo radica el compromiso de la historiografía con el rigor y la divulgación de eso que tantos denominan "memoria histórica". A fin de cuentas, todo ello formó parte del paisaje de métodos empleados para imponer un orden coactivo que vino a llamarse la Nueva España.