EN MEMORIA DE GREGORIO TORTAJADA BLASCO
MANUEL TORTAJADA MARTÍNEZ
Suele ocurrir que guardamos de nuestra infancia una
serie de recuerdos, unos concisos y diáfanos, y otros confusos que se
distorsionan entre la espesa niebla del recuerdo. Yo guardo de mi
infancia un recuerdo duro, sólido como una roca; lo siento en mí, sobre
todo en las horas más tristes de mi vida.
¿Tendría yo tres, cuatro, cinco años?, ¿cómo era mi
padre?, ¿dónde me bañaba en las abrasadoras tardes de julio?, ¿era en
las verdes y frescas aguas del Turia?, ¿qué eran aquellas figuras
enhiestas y tenebrosas que había en mi casa?, ¿por qué sacrificaban la
paz de mi hogar?.
Toda respuesta es plausible, pero ahora sé que mi
infancia fue dolorosa y trágica. Son recuerdos descarnados, hijos de la
febril violencia... Lo sé, era aquella habitación modesta, la sala de
los horrores. No he logrado desterrar de mi mente aquellas interminables
noches en casa, en compañía de mi madre; éramos inocentes espectadores
del sacrificio humano, de la tortura, del más profundo primitivismo, del
martillo inquisidor, de la nauseabunda miseria humana. Sí, era él… mi
padre, víctima del secular misoneísmo patrio, de la imbecilidad de los
incapaces de comprender.
Lo que llamamos "visión del mundo" es algo impuesto
desde el exterior que va filmando imágenes que configuran nuestro modo
de ser. No somos nosotros los que adecuamos con nuestra mirada lo que
nos rodea.
Sí, yo vivía en un mísero pueblo que sobrevivía en la tosca Sierra de
Cuenca, en las escarpadas y rotundas montañas ibéricas, costillar de
Castilla. La tierra sin concesiones, austera y seca como la vida de mis
gentes.
En el alto páramo se yergue solitaria y altiva la atormentada sabina,
aferrándose estoicamente a la tierra, a la vida…
En la cresta de la dorada colina emerge la romántica imagen de unos
hombres que cantan, ebrios de pasión, canciones libertarias. Al fondo se
dibuja la silueta de una bandera roja sobre el intenso azul del cielo.
Un estremecedor viento helado rasga la colina…
La nueva situación nos llevó a Valencia. Con mi
madre, tal vez en un lento coche de línea, dejamos nuestra tierra
muerta, doblemente muerta por la guerra civil y por la administración
terrenal de una tropa de anémicos mortales, los nuevos cruzados que
esparcieron con terror su doctrina política y su sórdido dogma levítico
que nos hablaba de los infiernos y que direccionaba las conciencias de
las gentes.
Estábamos en la ciudad. Mi recuerdo la imagen de mi
madre que regresaba sola del trabajo, cansada y triste y salía a su
encuentro para abrazarme a ella.
En las ciénagas del recuerdo aparece ese niño de
presencia indómita y frágil que levanta los brazos y clama justicia,
aquel niño que conoció tan pronto las secuencias más crudas de la vida.
Yo sé que soy aquel niño que jamás podrá olvidar el
amargo paso de la vida; ese niño no olvida y mantiene viva la "memoria
histórica", y sabe que (tal vez en un recóndito páramo turolense) yace
la fértil semilla de la DIGNIDAD personal y colectiva de un pueblo y de
una cultura, la única patria cálida y fértil de la rabia y de la idea.
"Los vivos, en cuanto tenéis la panza
llena y os ponéis corbata, lo olvidáis
todo. Y hay cosas que…"
"Ay, Carmela"
José Sanchís Sinistierra
MANUEL TORTAJADA MARTÍNEZ
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